Saturday 24 August 2024

Lleno, por favor


 Queridas y queridos, tod@s, en un momento dado hemos querido ir de un sitio a otro. En este caso en particular, una quería llegar a Ortigueira, pueblo a una hora y cuarto de Coruña. 

Andando, corriendo, en bici, en patines o, en este caso, en coche.

A ver a una amiga o amigo, un mercado, un festival, o, en este caso, a unos familiares muy queridos.

Pues bien, no sé qué pasa con estos viajes que siempre me ocurre algo.

A ver, tampoco digamos que sea una oh sorpresa, que a la Pau le sucedan cosas. Pero es que además todo transcurre en una localidad de Coruña llamada Miño. Por la cual, como su nombre indica, efectivamente, pasa el río Miño

Y estaréis pensando, ¿pero qué nos estás contando?

A eso voy.

Ansiosos.

Como much@s sabéis, una servidora lleva ya unos años viviendo en Coruña. Allí, en su aldea, hace su vida. Ya sea escribiendo, dando clases de inglés a niños o trabajando en algún que otro "trabajo lenteja" (léase post anterior). No nos engañemos, el año entero transcurre deseando que sea verano. Este en concreto tenía muy buena pinta. Por un lado, Patri, tu mejor amiga de Coruña que se ha mudado a Madrid, va a pasar julio y agosto en casa con sus padres y voy a poder verla. Por otro lado, mi hermana Alex y mi hermano Borja visitan Ortigueira un par de semanas. Si tenemos en cuenta que una está en Dublín y el otro en Zurich, vernos, lo que se dice vernos, no nos vemos mucho.
Así que, efectivamente, una vez al año al menos, una servidora se coge el coche y va a pasar el día a Ortigueira para estar con sus hermanos y sobrinos.

El año pasado fui en el coche de mi madre. Un opel corsa negro tres puertas que, en comparación con mi coche, el pitufillo, chupa gasolina que da gusto. El caso es que, con mi musiquita a todo volúmen y las dos ventanillas bajadas, me creí Thelma o Louise. 
Mamarracha más bien...
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
El caso es que iba más feliz que una perdiz. Me encanta conducir. Esa sensación de libertad, de vivir el presente, de que todo es posible. Un tanto dramática, lo sé, pero es que me gusta darle al pedal que no sabéis. 
Llegar llegué a mi destino. Ortigueira. Aunque según mi hermana un par de horas tarde. Creo fervientemente que el tiempo se mide de distinta forma cuando una tiene hijos y otra no. Supongo que yo iba con el pavo, observando los montes, cantando la canción de la radio a voz en grito...mientras que ella miraba el reloj jurando en arameo y pensando dónde se ha metido la alcaparra de su hermana, con sus dos hijos, Jorge y Martina, dando por saco preguntando dónde está "la maína" (o sea yo).
Total, que por fin aparezco. 
Con mi bolsita de regalos y una sonrisa de oreja a oreja. Porque veo a mi gente, a mis "niños", a mis peques. 
Pasamos el día en la playa, y la Pau se transforma en una niña más. Invadida por el espíritu del mismísimo "Peter Pan", hacemos castillos, me tiran agua (no solo encantados, sino un tanto histéricos al ver que alguien se deja hacer esas perrerías), saltamos las olas y reímos sin parar. A la tarde, cañita para los mayores en el chiringuito de enfrente y helado para los niños. 
No puedo ser más feliz.
Pero todo pasa, es efímero, incluso lo más bonito del mundo y, ya casi de noche, me despido de la pandilla y me voy de camino a Coruña.
Marcho encendida, llena de amor, de cariño y de abrazos...
Y entre tanta nube, y unicornio, me doy cuenta que casi estoy en reserva de gasolina.
Ostras, pues en la siguiente gasolinera, ¿no?
Pues en teoría sí claro, porque tu maldito gps te lleva por toda carretera comarcal que huela a su paso y gasolinera que hay, gasolinera que está cerrada. Miras la hora, son casi las doce de la noche con la tontería. 
¿Y ahora qué haces?
Te planteas apearte en cualquier pueblo y buscar un hotel, pero por alguna razón que aún no entiendo, no lo hago. Así que, como si no estuviese gastando gasolina a cada minuto, sigo conduciendo. Llego incluso, a la autopista.
Hasta que entro en pánico. La luz de reserva se enciende y me mira impertérrita, como diciendo "¿y ahora qué, bonita?". 
Joder, joder, joder.
Miro el móvil, me estoy quedando sin batería.
Coño, coño, coño.
Giro dramático de los acontecimientos.
Sé que son unos pocos kilómetros hasta casa pero no sé cuánto me va aguantar el coche. 
De pronto leo, Miño. Que, no solo es un pueblo sino que tiene una gasolinera cerca. 
Ya está hotelito y mañana será otro día.
Aparco. Ya he estado allí así que la familiaridad del lugar me relaja. Escucho música en la lejanía.
Le dejo un audio a mi hermana y a mi madre para que no se preocupen. Se me acaba la batería.
Me acerco hacia la música...una orquesta canta "Fiesta pagana" de Mago de Öz a unos quince feligreses que tienen más pinta de guiris que otra cosa. 
Intento no pensar mucho en este cuadro picassiano.
Pregunto a un camarero si hay algún hotel y me indica que a unos cien metros en la acera de en frente.
Me dirijo allí, no es el Palace, pero da el pego. Ya estoy soñando con una ducha para quitarme el salitre y limpias sábanas blancas de algodón.
Allí, en la recepción, está Iago. Que no es que le conozca sino que es lo que pone en su camisa. 
"Iago, ¿no tendrás una habitación por algún casual?" Me mira, sonríe, y me dice, "creo que nos queda una". Yo estoy a punto de ponerme a llorar de felicidad. 
Hasta que...
"Uy no", comenta Iago. "Justo la acaban de coger, es verdad. Es que en fin de semana esto se llena, claro. Además, es el único hotel de la localidad". 
Ahora sí que me voy a echar a llorar, pero de desesperación.
¿Y ahora qué hago?
Pues lo único que puedo hacer. 
Volverme al opel corsa de mi madre, sentarme, echar el asiento para atrás, esperar a que lleguen las 7 de la mañana que es cuando abren la gasolinera y rezar para que no me pase nada.
No pegué ojo claro. 
Entre los nervios, los ruidos extraños, y el cantar de la orquesta, creo que dormí en total 45 minutos. 
Eso sí, a las 7 en punto estaba en la gasolinera de Miño. Allí, una soñolienta dependienta me dio los buenos días. Yo, que estaba a punto de explotar si no le contaba a alguien lo que me había pasado, le relato con todo lujo de detalles a esa pobre señora que tenía pinta de no haberse tomado aún el café de la mañana. 
Ella me mira.
Me observa.
Hay un silencio...
"Tú sabes", me dice con un tono de extrañada, "que hay un dispensador de gasolina que puedes usar toda la noche pagando con tarjeta, ¿verdad?".
Diosito mío, tierra trágame, que me he pasado la noche en Miño cuando podría estar perfectamente en mi cama, en mi casa, en mi pueblo.
"No", le digo.
"Pues, filliña, lo tienes en el cartel de la gasolinera puesto"...

Esta historia se me quedó, como es lógico, pegada al cerebelo. No solo por la aventura, que ya de por sí es tela marinera, sino porque demostraba lo "carajota" que podía llegar a ser. Despistada, es poco. Yo en mi mundo, a mi ritmo, como diría mi ahijada Martina.

Pues bien, al siguiente verano, de nuevo mi hermana, hermano, y churumbeles, pasaban sus días en la localidad de Ortigueira. 
"La maína", obviamente, tenía que ir a ver a parte de su querida familia. Estamos, como he mencionado, a hora y cuarto. ¿Qué puede pasar?
Esta vez una servidora se despierta tempranito, coge su coche, el pitufillo (un toyota inglés, sí, inglés, azul metálico), va al bazar a comprar algunas cosas para los niños, y comienza su feliz viaje.
Como la Pau no es tonta (ya comprobaremos que sí, lo es), y no tropieza dos veces con la misma piedra (veremos cómo puede escoñarse con el mismo trozo de granito cinco veces seguidas), decide llenar el depósito porque no le va a pasar lo mismo que el año pasado. No, señor.
Así que, nada más salir de Coruña, para en la primera gasolinera que ve.
Cuando llega, no hay ni un coche, ni una moto, ni un camión. Pero a ella le gusta ir contracorriente y se dice, "bueno, será la hora" (por ejemplo). 
Y aquí llega el momentazo.
El antes y después.
La Pau se pone delante de los surtidores y lee de izquierda a derecha "diesel, 98, 95, gasóleo". 
Su razonamiento fue el siguiente: "si diésel está a un extremo, la gasolina estará en el otro extremo. Y los dos de en medio serán gasolinas más caras". Pau, que está más pelada que una rata de cloaca, cogió la manguera de "gasóleo" y llenó, con todo su papo, el pitufillo.
Al entrar para pagar, el dependiente y un señor con un tinto en la mano (recordemos, eran las 10:30 de la mañana aproximadamente...la cosa olía mal desde el principio), dejan de hablar y me observan mientras pago el fuel. 
Me voy a mi pequeño coche. Lo arranco y salgo dirección a Ortigueira con la sensación de que era la ama del lugar. Mis regalitos para los niños, mi música a tope, ventanilla bajada y el depósito lleno.
Nada me iba a amargar este viaje.
Hasta que llegaron los ruidos....
Al principio suaves y distantes.
Pero una conoce su coche como la palma de su mano, y sabe que esos ruiditos no son normales.
A continuación llegan los "clic, clic" y los "pum, pum".
Ahí me acojono.
Intento meter quinta pero el coche me va más despacio.
Y ahí, en ese preciso instante me doy cuenta.
Virgen santa, que no le he echado gasolina...
Empiezo a "paniquear".
¿Ahora, dónde coño paro?
No hay más que viaductos y más viaductos. Y túneles a go gó.
Sigo, y sigo y sigo. Sigo lo que parecen siglos y siglos.
Hasta que de pronto, como si un haz de luz se posara en la señal y unos ángeles cantaran, leo, "Gasolinera Miño".
Paro en ella y entro en la tienda. Allí, la señora del año pasado me mira con curiosidad.
"¿Es gasóleo gasolina?", pregunto sin aliento.
"No, es diésel." Me responde aún mirándome como si quisiera ponerme en algún sitio en su cabeza.
Joder, joder, joder.
¿Y ahora qué hago?
Esta vez tengo batería en el móvil (no la vas a tener, si casi ni has salido de Coruña, so pava) y llamo a mi madre. Histérica. Descompuesta. Que se note bien que tengo 45 tacos como 45 soles.
Mi madre me calma enseguida, y me dice que llame a una grúa a través del seguro de coche y que me recogerán en un tris. 
Efectivamente, a los 30 minutos casi exactos tengo a Manolo con su grúa que no hace más que chillarme...
-"¡Que dejes el coche en punto muerto!"
-"¡Que llames al seguro ya para que te llamen a un taxi, que si no te tarda una hora!"
-"¡Que necesito las llaves del coche, hija, que si no a ver qué hacemos!"
En uno de esas le digo que por favor no me grite. Él que se da cuenta que no ha hecho más que regañarme desde que llegó me mira y me dice, "es que soy tenor, tengo la voz muy alta, disculpa". Cierra la puerta de la grúa y se va.
Ya sin Manolo, espero al taxi que me lleva a casa. 
No son ni las 12.30.
"¿Qué hago?", le pregunto a mi madre al llegar. 
"Coge mi coche", me contesta.
Con dos pares.
Vamos, yo no me dejo a mi misma el coche ni de coña.
Pero ella sí.

Son las 12.40 y estoy en la autopista de camino (de nuevo) a Ortigueira, pasando (de nuevo) por los mismos lugares por los cuales acabo de conducir.
Pero llego a Ortigueira, y los abrazos y besos de mi gente me compensan todo el estrés.
Nos vamos de nuevo a la playa después de comer. Y allí la Pau vuelve a convertirse en la niña que fue alguna vez y juega al fútbol, a las palas, a waterpolo. 

Llegan las despedidas.
Mi hermana se emociona y mi ahijada, como comprendiendo al ver a su madre que no me va a ver en un tiempo, se echa a llorar también. Solté todo lo que tenía en las manos y la cogí en brazos.
"¿Sabes que te quiero con locura, verdad? Te quiero mucho, mucho, mucho. Y vamos a hacer más videollamadas y voy a ir a verte a Dublín, ¿vale?"
No solo noto como asiente, sino cómo mi camiseta se moja por las lágrimas de esa niña a la que adoro.
La bajo al suelo, y hacemos nuestro saludo secreto. 
Yo no lloro.
Hasta que me monto en el coche y les tengo lejos. Entonces sí.

Al salir de Ortigueira hay un campo que se extiende montañas y montañas llenas de molinos eólicos. Anochecía entonces. A un lado el sol se ponía en el horizonte. ¿Al otro? Al otro un cielo azul y morado cubría como una manta. Y los gigantes, mientras, hacían su ruido sigilosamente. 

Con todo el miedo del mundo, paro en una gasolinera. Esta vez no me la tengo que poner yo, menos mal.

Y yo. Yo iba con el depósito lleno.



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