Thursday, 5 September 2024

Qué pienso cuando pienso en nadar

 

Queridas y queridos,

He vuelto a nadar. 

Hacía mucho que no lo hacía.

Cierto es que tengo la playa a tiro de piedra y, he de confesar que algún que otro día he intentado volver a la piscina del gimnasio.

Pero poco.

Sin embargo, esta vez he vuelto para quedarme.

Y os preguntaréis, ¿por qué? ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?

Todo a su debido tiempo. No nos adelantemos a los acontecimientos.

Me encanta nadar. 
Pero tiene que ser de determinada forma, eso sí. 
Lo más importante, diría que incluso esencial es que necesito tener música. Si no hay música, no nado. Es así de sencillo.
Miento, el otro día olvidé el mp3 acuático pero hice mis largos. Sin embargo fue la hora más larga de mi vida. Jesús bendito, qué aburrimiento.
La música me impulsa, me da ánimos, me distrae, me cambia el humor. Con ella vuelo, imagino, creo. 
Así que una vez puestos los cascos incrustados en los tímpanos para que no entre agua, me pongo mi gorro de colores. Siempre elijo, eso sí, bañadores oscuros que, dicen, estiliza mi figura, porque a menudo tengo miedo que alguien me pregunte "¿de cuántos meses estás?" Así que para compensar, mi gorro, como digo, la mismísima feria de Abril, como lo son las gafas. 
Escupo en el interior de los cristales para que no se cree vaho al ponérmelas. Un truquillo de mi padre, aunque a mi amigo Xavi casi le da un parraque cuando se enteró de lo que hacía. "Tía Pau, que en el Decathlon venden sprays anti-vaho, por dios". A mi lo de la saliva me funciona, así que por ahora así seguiré.
Por cierto, hay que ver la cantidad de artilugios mágicos que venden en el Decathlon, ¿no? 
No me patrocinan, pero deberían. Te vas a por unas mallas y sales con dos carritos a rebosar de cosas que, obviamente, son esenciales, pero que podrías vivir sin ellas, no nos engañemos.
Dicho esto, es el momento de ponerte las aletas y el tubo que te has comprado...¿dónde?...¡en el Decathlon!
Y me diréis, ¿para qué? ¿por qué?
Las aletas porque vas más rápido, ejerces más fuerza y haces más largos.
El tubo es porque nadando a crol, puedes dañarte la espalda y yo la tengo llena de pinzamientos y contracturas. Así que con el tubo tu cabecita está quieta, y con ella tus cervicales. Voilá.

El agua siempre ha estado conectada a mí. 
Apesar de ser un signo de aire, Géminis, es meterme en el mar o en una piscina y me relajo. Le pasa a mucha gente. 
Pero yo además tengo un secreto. Bueno yo, y tod@s l@s gord@s del mundo, y es que, como es obvio, pesamos menos en el agua, así que el ejercicio es mucho más fácil para nosotr@s y para nuestras articulaciones y huesecillos.
Soy como el personaje de Bill Murray en la peli Lost in Translation viendo culos botar dentro del agua.
Mi psicóloga, de hecho, desesperada para que hiciese algo de ejercicio, me mencionó hacer aquagym. 
Ya he estado en esa clase. Ya he sido uno de los culos del bueno de Bill, y no es para mí. Por youtube he visto monitores que se dejaban el alma en esa hora. L@s alumn@s encantad@s, obvio. 
¿Mi monitora? Mi monitora preferiría ahogarse en la propia piscina que darnos una clase. Lo juro.
No hay nadie más desganada que ella. L@s abuelill@s no le ponen mucho ímpetu, es cierto, les va más bien lo de cotillear y no, como debería ser, mover el esqueleto.

Así pues, no me quedaba otra que coger mis artilugios de motu propio, ir al gimnasio, despelotarme, ponerme el bañador e irme con mis bártulos a la piscina a pelearme por una calle. Porque están más caras que un piso en la zona del Barrio de Salamanca de Madrid. Ahí a pegarse todo el mundo por una esquinita. No hay reglas. El que llega antes tiene preferencia, y los abuelos, que tienen más morro que espalda, se ponen a nadar con el churro entre las piernas. Esta frase puede haber quedado un tanto distorsionada. Me refiero al spaguetti acuático que se usa para flotar y que se pone entre las piernas mientras uno nada a velocidad caracoliana. Yo no es que sea Michael Phelps precisamente, pero vamos, con las aletas le doy ritmillo al asunto, y claro, paso al abuelo cada dos por tres. Y él te pone caras, porque le estás salpicando (obviamente), así que te mira en plan "no tienes respeto a los mayores" y yo le miro en plan "abuelo, no haberse puesto en mi calle".
Ya digo, esto va a acabar peor que West Side Story

Empecé nadando lo mínimo posible. Veinte largos a crol, diez a espaldas y diez a braza. Todo por variar un poco. No llegaba a la media hora. Tampoco es que me doliese nada o no pudiese nadar más. Era más bien que no había motivación. Me parecía que treinta minutos eran más que suficientes.

Hasta que pasó lo que pasó...

Y tras lo que pasó, tenía otro andar, otro ponerme las gafas, otra energía. 
Sabía que tenía que hacer más, que ser más, si quería llegar a dónde quería llegar.
No solo aumentó mi potencia de brazada, sino que hice más largos, todos a crol, que son con los que estaba más a gusto. Primero subí a cuarenta, y luego a cincuenta. Si tenemos en cuenta que es una piscina de 25 metros de largo, hago casi dos kilómetro todos los días.
Esto no siempre ha sido así. 
Ya digo, ha habido una evolución.
Voy a ser totalmente sincera con vosotr@s: a mi me han llegado a empezar a doler las lumbares después de andar cinco o diez minutos en recta, ni siquiera cuesta arriba.
He tenido que parar, estirar y seguir. Así cada diez minutos.
Obviamente, no estoy orgullosa de ello. Pero tampoco me escondo. Tengo una enfermedad contra la que estoy luchando con uñas y dientes.
Mi mente me juega muy malas pasadas. Es negativa y voraz con el poco optimismo que tengo al nadar. Siempre he dicho que yo soy mi peor enemiga. No hay nadie que me diga peores cosas que yo misma. Es como un tiburón que le da igual qué devorar. Lo mismo le da mis pensamientos, que mi autoestima, que mis propios logros. Es una máquina trituradora de esperanza. 
Sin embargo, desde que pasó lo que pasó, mi mente está más clara que nunca. No digo yo que no vacile de vez en cuando entre el tiburón y el delfín. Pero últimamente es el cetáceo amable el que acompaña mi cabeza. Con palabras de ánimo y frases motivadoras. 

Y como la ley de murphy siempre tiene que aparecer cuando mejor le va a una, llego un día al gimnasio y leo que cierran la piscina durante una semana. 
¡¡¡¡¿¿¿¿Una semana????!!!! 
Que diréis, bueno Pau, no seas "drama queen", son siete días...bueno pues a mí como si me hubiesen dicho siete años. Ahora no podía parar. Ahora, justamente, no.
Así que se me ocurre lo que hace unos meses ni se me pasaría por la cabeza.
¿Y si me apunto a alguna clase del gimnasio?
Lo primero que pienso es que soy incapaz, con este peso, este cuerpo y, sobretodo, esta cabeza.
Pero no me queda otro remedio.
He de decir que me podría haber apuntado a yoga o pilates, pero me siento como una patata andante en esas clases, no puedo. 
Así que, como no podía ser de otra manera, me apunté a una de las clases más fuertes del gimnasio. En este caso, "Fitpower", que ya solo con el nombre acojona. 
El día en cuestión aparezco casi quince minutos antes de la clase como un auténtico cervatillo. Aquí, Bambi, no sabía dónde se adentraba.
A las diez en punto de la mañana, entra la gente a mansalva a la sala y empiezan a coger pesas, barras, mancuernas, esterillas...como auténticos caníbales. Era la ley del más fuerte. Como yo obviamente no era una de ellas, acabé en una esquina, con los restos de lo que quedaba tras el batiburrillo de gente dándose de leches. 
Y ahí empezó mi calvario personal. Barra a los hombros, al son de una música tecno insoportable y a decibelios muy por encima de lo permitido, creo yo, nos dispusimos todos como si fuéramos un ejército, y no meros seres humanos, a matarnos a sentadillas.
Que si coge las mancuernas, que si ahora la barra, que ahora al suelo a hacer flexiones de brazos, que ahora de pie a trabajar los hombros...
Después de cincuenta minutos estaba como sacada de la mismísima piscina. Me sudaban hasta las cuencas de los ojos.
Pero lo había hecho. Lo había superado. Lo había conseguido.
Al llegar a casa me puse a pensar (peligroso, lo sé). Y me dije, ¿y si mañana me apunto a otra clase? Miré y había "Zumba". Muchos sabéis las aventuras y desventuras de esta modalidad (ver post "Zumba en el Infierno"). Pero me dije, ¿por qué no?
Así que fui, y mi cadera y yo sobrevivimos.
¿Y si al día siguiente hacemos "Bodybox"?, ancha es Castilla, me dije.
Pues vamos, y sobrevivimos de nuevo.

Mi cuerpo grita, chilla, me mira como diciendo "¿pero qué me estás haciendo?"
Pero ya no puedo parar.

Volveremos a la piscina la semana que viene, por supuesto. Pero también a las mancuernas y a las barras. Y a la bachata y a la salsa. Y a los puños.

¿Pero por qué?, me volveréis a preguntar. Paula, ¿por qué este cambio?

Es sencillo, pero muy complicado a la vez. 

Os lo diré:

Resulta que hace unos semanas una niña a la que adoro quiso jugar conmigo a la pelota. Y no pude. Fui, literalmente, incapaz.

Ella, en su inocencia, no entendía cómo su madrina, aparentemente fuerte, podía levantarla en brazos como si fuera una pluma pero era incapaz de recorrer veinte metros corriendo.

"Eres fuerte Maína, ¿por qué no puedes correr?", me preguntaba inocentemente mientras me regateaba con la pelota.

Cómo le explico que no puedo porque estoy gorda, porque tengo una enfermedad que me está matando, porque es lo que más quiero hacer en este mundo, pero, simplemente, es que no puedo.

Así que, ¿qué pienso cuando pienso en nadar?

Muy sencillo.

En que algún día podré correr con ella por la playa con una pelota a los pies.
Que nos columpiaremos en el parque.
Que saltaremos en unas camas elásticas.
Que jugaremos a las palas.
Que echaremos una carrera y puede que, incluso, hasta la deje ganar...


Saturday, 24 August 2024

Lleno, por favor


 Queridas y queridos, tod@s, en un momento dado hemos querido ir de un sitio a otro. En este caso en particular, una quería llegar a Ortigueira, pueblo a una hora y cuarto de Coruña. 

Andando, corriendo, en bici, en patines o, en este caso, en coche.

A ver a una amiga o amigo, un mercado, un festival, o, en este caso, a unos familiares muy queridos.

Pues bien, no sé qué pasa con estos viajes que siempre me ocurre algo.

A ver, tampoco digamos que sea una oh sorpresa, que a la Pau le sucedan cosas. Pero es que además todo transcurre en una localidad de Coruña llamada Miño. Por la cual, como su nombre indica, efectivamente, pasa el río Miño

Y estaréis pensando, ¿pero qué nos estás contando?

A eso voy.

Ansiosos.

Como much@s sabéis, una servidora lleva ya unos años viviendo en Coruña. Allí, en su aldea, hace su vida. Ya sea escribiendo, dando clases de inglés a niños o trabajando en algún que otro "trabajo lenteja" (léase post anterior). No nos engañemos, el año entero transcurre deseando que sea verano. Este en concreto tenía muy buena pinta. Por un lado, Patri, tu mejor amiga de Coruña que se ha mudado a Madrid, va a pasar julio y agosto en casa con sus padres y voy a poder verla. Por otro lado, mi hermana Alex y mi hermano Borja visitan Ortigueira un par de semanas. Si tenemos en cuenta que una está en Dublín y el otro en Zurich, vernos, lo que se dice vernos, no nos vemos mucho.
Así que, efectivamente, una vez al año al menos, una servidora se coge el coche y va a pasar el día a Ortigueira para estar con sus hermanos y sobrinos.

El año pasado fui en el coche de mi madre. Un opel corsa negro tres puertas que, en comparación con mi coche, el pitufillo, chupa gasolina que da gusto. El caso es que, con mi musiquita a todo volúmen y las dos ventanillas bajadas, me creí Thelma o Louise. 
Mamarracha más bien...
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
El caso es que iba más feliz que una perdiz. Me encanta conducir. Esa sensación de libertad, de vivir el presente, de que todo es posible. Un tanto dramática, lo sé, pero es que me gusta darle al pedal que no sabéis. 
Llegar llegué a mi destino. Ortigueira. Aunque según mi hermana un par de horas tarde. Creo fervientemente que el tiempo se mide de distinta forma cuando una tiene hijos y otra no. Supongo que yo iba con el pavo, observando los montes, cantando la canción de la radio a voz en grito...mientras que ella miraba el reloj jurando en arameo y pensando dónde se ha metido la alcaparra de su hermana, con sus dos hijos, Jorge y Martina, dando por saco preguntando dónde está "la maína" (o sea yo).
Total, que por fin aparezco. 
Con mi bolsita de regalos y una sonrisa de oreja a oreja. Porque veo a mi gente, a mis "niños", a mis peques. 
Pasamos el día en la playa, y la Pau se transforma en una niña más. Invadida por el espíritu del mismísimo "Peter Pan", hacemos castillos, me tiran agua (no solo encantados, sino un tanto histéricos al ver que alguien se deja hacer esas perrerías), saltamos las olas y reímos sin parar. A la tarde, cañita para los mayores en el chiringuito de enfrente y helado para los niños. 
No puedo ser más feliz.
Pero todo pasa, es efímero, incluso lo más bonito del mundo y, ya casi de noche, me despido de la pandilla y me voy de camino a Coruña.
Marcho encendida, llena de amor, de cariño y de abrazos...
Y entre tanta nube, y unicornio, me doy cuenta que casi estoy en reserva de gasolina.
Ostras, pues en la siguiente gasolinera, ¿no?
Pues en teoría sí claro, porque tu maldito gps te lleva por toda carretera comarcal que huela a su paso y gasolinera que hay, gasolinera que está cerrada. Miras la hora, son casi las doce de la noche con la tontería. 
¿Y ahora qué haces?
Te planteas apearte en cualquier pueblo y buscar un hotel, pero por alguna razón que aún no entiendo, no lo hago. Así que, como si no estuviese gastando gasolina a cada minuto, sigo conduciendo. Llego incluso, a la autopista.
Hasta que entro en pánico. La luz de reserva se enciende y me mira impertérrita, como diciendo "¿y ahora qué, bonita?". 
Joder, joder, joder.
Miro el móvil, me estoy quedando sin batería.
Coño, coño, coño.
Giro dramático de los acontecimientos.
Sé que son unos pocos kilómetros hasta casa pero no sé cuánto me va aguantar el coche. 
De pronto leo, Miño. Que, no solo es un pueblo sino que tiene una gasolinera cerca. 
Ya está hotelito y mañana será otro día.
Aparco. Ya he estado allí así que la familiaridad del lugar me relaja. Escucho música en la lejanía.
Le dejo un audio a mi hermana y a mi madre para que no se preocupen. Se me acaba la batería.
Me acerco hacia la música...una orquesta canta "Fiesta pagana" de Mago de Öz a unos quince feligreses que tienen más pinta de guiris que otra cosa. 
Intento no pensar mucho en este cuadro picassiano.
Pregunto a un camarero si hay algún hotel y me indica que a unos cien metros en la acera de en frente.
Me dirijo allí, no es el Palace, pero da el pego. Ya estoy soñando con una ducha para quitarme el salitre y limpias sábanas blancas de algodón.
Allí, en la recepción, está Iago. Que no es que le conozca sino que es lo que pone en su camisa. 
"Iago, ¿no tendrás una habitación por algún casual?" Me mira, sonríe, y me dice, "creo que nos queda una". Yo estoy a punto de ponerme a llorar de felicidad. 
Hasta que...
"Uy no", comenta Iago. "Justo la acaban de coger, es verdad. Es que en fin de semana esto se llena, claro. Además, es el único hotel de la localidad". 
Ahora sí que me voy a echar a llorar, pero de desesperación.
¿Y ahora qué hago?
Pues lo único que puedo hacer. 
Volverme al opel corsa de mi madre, sentarme, echar el asiento para atrás, esperar a que lleguen las 7 de la mañana que es cuando abren la gasolinera y rezar para que no me pase nada.
No pegué ojo claro. 
Entre los nervios, los ruidos extraños, y el cantar de la orquesta, creo que dormí en total 45 minutos. 
Eso sí, a las 7 en punto estaba en la gasolinera de Miño. Allí, una soñolienta dependienta me dio los buenos días. Yo, que estaba a punto de explotar si no le contaba a alguien lo que me había pasado, le relato con todo lujo de detalles a esa pobre señora que tenía pinta de no haberse tomado aún el café de la mañana. 
Ella me mira.
Me observa.
Hay un silencio...
"Tú sabes", me dice con un tono de extrañada, "que hay un dispensador de gasolina que puedes usar toda la noche pagando con tarjeta, ¿verdad?".
Diosito mío, tierra trágame, que me he pasado la noche en Miño cuando podría estar perfectamente en mi cama, en mi casa, en mi pueblo.
"No", le digo.
"Pues, filliña, lo tienes en el cartel de la gasolinera puesto"...

Esta historia se me quedó, como es lógico, pegada al cerebelo. No solo por la aventura, que ya de por sí es tela marinera, sino porque demostraba lo "carajota" que podía llegar a ser. Despistada, es poco. Yo en mi mundo, a mi ritmo, como diría mi ahijada Martina.

Pues bien, al siguiente verano, de nuevo mi hermana, hermano, y churumbeles, pasaban sus días en la localidad de Ortigueira. 
"La maína", obviamente, tenía que ir a ver a parte de su querida familia. Estamos, como he mencionado, a hora y cuarto. ¿Qué puede pasar?
Esta vez una servidora se despierta tempranito, coge su coche, el pitufillo (un toyota inglés, sí, inglés, azul metálico), va al bazar a comprar algunas cosas para los niños, y comienza su feliz viaje.
Como la Pau no es tonta (ya comprobaremos que sí, lo es), y no tropieza dos veces con la misma piedra (veremos cómo puede escoñarse con el mismo trozo de granito cinco veces seguidas), decide llenar el depósito porque no le va a pasar lo mismo que el año pasado. No, señor.
Así que, nada más salir de Coruña, para en la primera gasolinera que ve.
Cuando llega, no hay ni un coche, ni una moto, ni un camión. Pero a ella le gusta ir contracorriente y se dice, "bueno, será la hora" (por ejemplo). 
Y aquí llega el momentazo.
El antes y después.
La Pau se pone delante de los surtidores y lee de izquierda a derecha "diesel, 98, 95, gasóleo". 
Su razonamiento fue el siguiente: "si diésel está a un extremo, la gasolina estará en el otro extremo. Y los dos de en medio serán gasolinas más caras". Pau, que está más pelada que una rata de cloaca, cogió la manguera de "gasóleo" y llenó, con todo su papo, el pitufillo.
Al entrar para pagar, el dependiente y un señor con un tinto en la mano (recordemos, eran las 10:30 de la mañana aproximadamente...la cosa olía mal desde el principio), dejan de hablar y me observan mientras pago el fuel. 
Me voy a mi pequeño coche. Lo arranco y salgo dirección a Ortigueira con la sensación de que era la ama del lugar. Mis regalitos para los niños, mi música a tope, ventanilla bajada y el depósito lleno.
Nada me iba a amargar este viaje.
Hasta que llegaron los ruidos....
Al principio suaves y distantes.
Pero una conoce su coche como la palma de su mano, y sabe que esos ruiditos no son normales.
A continuación llegan los "clic, clic" y los "pum, pum".
Ahí me acojono.
Intento meter quinta pero el coche me va más despacio.
Y ahí, en ese preciso instante me doy cuenta.
Virgen santa, que no le he echado gasolina...
Empiezo a "paniquear".
¿Ahora, dónde coño paro?
No hay más que viaductos y más viaductos. Y túneles a go gó.
Sigo, y sigo y sigo. Sigo lo que parecen siglos y siglos.
Hasta que de pronto, como si un haz de luz se posara en la señal y unos ángeles cantaran, leo, "Gasolinera Miño".
Paro en ella y entro en la tienda. Allí, la señora del año pasado me mira con curiosidad.
"¿Es gasóleo gasolina?", pregunto sin aliento.
"No, es diésel." Me responde aún mirándome como si quisiera ponerme en algún sitio en su cabeza.
Joder, joder, joder.
¿Y ahora qué hago?
Esta vez tengo batería en el móvil (no la vas a tener, si casi ni has salido de Coruña, so pava) y llamo a mi madre. Histérica. Descompuesta. Que se note bien que tengo 45 tacos como 45 soles.
Mi madre me calma enseguida, y me dice que llame a una grúa a través del seguro de coche y que me recogerán en un tris. 
Efectivamente, a los 30 minutos casi exactos tengo a Manolo con su grúa que no hace más que chillarme...
-"¡Que dejes el coche en punto muerto!"
-"¡Que llames al seguro ya para que te llamen a un taxi, que si no te tarda una hora!"
-"¡Que necesito las llaves del coche, hija, que si no a ver qué hacemos!"
En uno de esas le digo que por favor no me grite. Él que se da cuenta que no ha hecho más que regañarme desde que llegó me mira y me dice, "es que soy tenor, tengo la voz muy alta, disculpa". Cierra la puerta de la grúa y se va.
Ya sin Manolo, espero al taxi que me lleva a casa. 
No son ni las 12.30.
"¿Qué hago?", le pregunto a mi madre al llegar. 
"Coge mi coche", me contesta.
Con dos pares.
Vamos, yo no me dejo a mi misma el coche ni de coña.
Pero ella sí.

Son las 12.40 y estoy en la autopista de camino (de nuevo) a Ortigueira, pasando (de nuevo) por los mismos lugares por los cuales acabo de conducir.
Pero llego a Ortigueira, y los abrazos y besos de mi gente me compensan todo el estrés.
Nos vamos de nuevo a la playa después de comer. Y allí la Pau vuelve a convertirse en la niña que fue alguna vez y juega al fútbol, a las palas, a waterpolo. 

Llegan las despedidas.
Mi hermana se emociona y mi ahijada, como comprendiendo al ver a su madre que no me va a ver en un tiempo, se echa a llorar también. Solté todo lo que tenía en las manos y la cogí en brazos.
"¿Sabes que te quiero con locura, verdad? Te quiero mucho, mucho, mucho. Y vamos a hacer más videollamadas y voy a ir a verte a Dublín, ¿vale?"
No solo noto como asiente, sino cómo mi camiseta se moja por las lágrimas de esa niña a la que adoro.
La bajo al suelo, y hacemos nuestro saludo secreto. 
Yo no lloro.
Hasta que me monto en el coche y les tengo lejos. Entonces sí.

Al salir de Ortigueira hay un campo que se extiende montañas y montañas llenas de molinos eólicos. Anochecía entonces. A un lado el sol se ponía en el horizonte. ¿Al otro? Al otro un cielo azul y morado cubría como una manta. Y los gigantes, mientras, hacían su ruido sigilosamente. 

Con todo el miedo del mundo, paro en una gasolinera. Esta vez no me la tengo que poner yo, menos mal.

Y yo. Yo iba con el depósito lleno.



Saturday, 10 August 2024

Paulímpica


 Queridas y queridos, yo podría haber sido deportista olímpica. 

O al menos es lo que pienso cada cuatro años.

Es ver el mínimo atisbo de cualquier deporte en la televisión y pensar...esa podría haber sido yo.

Pensaréis, "estás de broma, ¿no?"

No puedo decirlo más en serio.

Lo que algunos no sabéis es que como buena géminis que empieza todo y no acaba nada, he practicado en algún momento de mi vida casi todos los deportes olímpicos. Y los que no he practicado, creo fervientemente que lo podría haber petado si me hubiese dado la gana.

Pongamos como ejemplo la gimnasia artística. Nunca lo intenté pero, tumbada en el sofá, mando a distancia en mano mientras veo a Simone Biles hacer su tripe Tachenko con milimétrica perfección, me digo, eso lo podría haber hecho yo. Y lo pienso conscientemente. De hecho si te fijas un poco verás cómo una servidora hace esos movimientos "artísticos" de mover las manos como si espantaran una mosca mientras barro mi cuarto. Ya lo del triple Tachenko, para otro momento. Eso sí, practicas el saludo de entrada y salida al aparato y te sale que ni la Comaneci.

Sí que probé la gimnasia rítmica de pequeña. Tuve pelota y cinta propias y todo. ¿Para qué? Nadie lo sabe. Bueno sí, porque la niña se emperró en que quería ser gimnasta. Sin embargo dios me dio muchas cualidades pero la elasticidad no fue una de ellas. Mientras tanto, mi hermana Alex se contorsionaba como si fuera un pretzel, mazas en mano incluidas. Tupendo.

También hice natación. De hecho gané algún bronce en los campeonatos que se hacían en la piscina de la urbanización de casa de mi padre. Estamos hablando de niñas y niños de siete u ocho años sí, pero la lucha por el metal era encarnizada. Había ceremonia de medallas y todo. 
Luego llegaron las clases oficiales de natación después del cole y ahí se jodió todo. Porque, ¿qué futura nadadora va a tomar lecciones para perfeccionar su estilo de crol?, papanatas. No, mejor entrar en los vestuarios y quedarte la hora con tu amiga Violeta haciendo pellas. Es de cajón. 
Así que ahora son las olimpiadas de París y da la casualidad que vas a la piscina lunes, miércoles y viernes. No solo eso, eres un flipada y te has comprado unas aletas, gafas, mp3 acuático y tubo. No es coña. Así que te pones a dar largos que te crees Katy Ledecki, pero para cuando te quieres dar cuenta, tienes las gafas empañadas y entra más agua por el tubo que sale aire. Así que ni ves, y encima te ahogas ante la atónita mirada del de la calle de al lado. 
Y piensas en las pellas, en Violeta y en lo que pudo ser pero no fue.
Por supuesto también crees que no te habría ido nada mal en el salto sincronizado de la plataforma de diez metros. Todo porque sabes hacer un mortal hacia atrás en la piscina de tu casa, no nos engañemos. Eso sí lo de pensar en el vértigo que te entra de pensarlo, mejor otro día. 
Y obviamente podríamos haber formado parte del equipo de natación artística con Gemma Mengual. Y me preguntaréis, ¿y eso Pau? ¿Qué te hace pensar que podrías haber respirado el mismo aire? Primero por edad, somos casi de la misma generación. Segundo porque de toda la vida he podido hacerme un largo entero sin salir a respirar ni una vez. Esto es básico. Tercero porque mi hermana Alex y yo hacíamos coreografías en la piscina todos los veranos. Y, por último, porque me encanta la música. Yo lo veo bastante clarinete, no sé vosotros. 
Pero claro, no se dio. 
Una pena.

Lo que sí se dio fue la hípica. Como lo oís. Una pudo llegar a dar brincos con su corcel por todo el mundo. 
Resulta que con seis años mi madre me llevó a clases de montar a caballo. Una, que es más ansiosa que Mario Vaquerizo puesta hasta las cejas, no aguantó ni una hora dando vueltas en el picadero cuando ya pedía salir al campo a dar trotes con los mayores. 
Obviamente, todo el mundo se negó. Pero yo, que soy más densa que el aceite, después de insistir hasta la saciedad, logré mi objetivo. Un día, y con mi madre aceptando a regañadientes, el monitor me preparó a "Trueno". Un caballo marrón oscuro como el chocolate, brillante, al que le llegaba por la rodilla y con la mirada avispada como él solo. Yo, me quedé dubitativa. ¿Y mi anciana yegua blanca de siempre? ¿"Siete"?. "Está malita", me dijeron. Así que una servidora, con sus nuevas botitas hípicas y una vara más larga que ella, se montó en ese pedazo de penco. 
A los hechos me remito:

Nos adentramos por el camino que nos llevaba al recorrido habitual. Feliz como una perdiz, me creí una amazona y, sin querer (o queriendo, aún no queda claro), le di levemente a Trueno con la vara. Como si se hubiese estado conteniendo hasta entonces, él (y yo, obviamente) salimos despedidos al galope ante la atónita mirada del grupo. Galopar, sabía galopar, pero a ver quién frena al rocín hecho de fibra pura y dura. Cuando ya pensaba que llegaríamos a Albacete, de pronto apareció el monitor y con todo su arte y un "Sooooooo" profundo, nos paró a los dos. Mi madre, detrás, al momento con cara descompuesta y un tic en el ojo izquierdo. ¿Yo? Yo sonriente quería hacerlo otra vez. Y otra, y otra vez.
Sin embargo, un hecho truncó mi oro olímpico: había que levantarse todos los domingos a las ocho. 
Y por ahí una no pasa.

Me bajé del caballo para subirme a unos patines. 
Hay dos clases y yo probé ambos, cómo no.
Por un lado comencemos con los de rueda. Mi madre, con, digamos, cierta frustración de niñez por no haber tenido unos patines propios en su vida, me llevó a una de las mejores tiendas de Madrid y allí compró un par de botas blancas impolutas como la nieve con sus cuatro relucientes ruedas amarillas cada una. Bolsa azul marino con asa larga para llevarlas incluida. 
Así que, totalmente equipadas nos fuimos al polideportivo a...básicamente agarrarnos a la barandilla para no rompernos las paletas porque ninguna de las dos teníamos ni pajolera idea de patinar. Eso sí, si con ocho años cuentas con unos patines nuevos en los pies y una pista para casi ti sola, te sueltas de la barandilla a los cinco minutos. Porque es lo que tiene ser pequeña, no hay límites ni miedos, tan solo ese subidón de adrenalina y ese "mira mamá, sin manos". Así que, de nuevo, mini Paula se lanzó a patinar como si no hubiese un mañana. Si me caía, pues me levantaba, y volvía a intentarlo. Sin ningún tipo de complejos ni temor.
Viendo que esto de patinar triunfaba pero que, de nuevo, la niña se empezaba a cansar de hacer lo mismo durante una hora, mi madre nos apuntó a clases de patinaje sobre hielo en la estación de Chamartín de Madrid. Ojo cuidado con estos datos que son nostalgia pura y dura. 
Efectivamente había una pista de hielo en el primer piso de la estación de trenes en los años ochenta, y allí que nos fuimos las dos. En las clases aprendí a hacer ochos, a patinar de espaldas y hasta a cogerme la pierna y ponérmela a la altura de la cabeza como si me estuviesen puntuando.
Pronto, la nube del aburrimiento comenzó a sobrevolar la cabecita de mini Paula y, mientras mi madre practicaba religiosamente, yo me despistaba con una mosca o con cualquier niña que estuviese en mis mismas circunstancias, hasta el cogote de dar vueltas sobre su propio eje.

Fue entonces cuando llegó la noticia: mi madre y yo nos íbamos a Estados Unidos dos años. 
El primer año fue bastante tranquilo en cuanto a deportes se refiere. A ver, ya tenía suficiente con entenderme con el resto de mis pequeños compañeros y aprenderme el himno nacional.
Ah pero el segundo año...el segundo año parecía que era año de Europeo, Mundial y Olimpiadas. Hubo de todo. Y cuando digo de todo, es TODO.
Empecemos con que me podría haber convertido en la nueva Saúl Craviotto.
Un día mi madre me dice que nos vamos a ir un grupo de amigos de ruta, a la playa, a hacer senderismo. Todo correcto. A día de hoy no entendemos en qué momento a mi madre le pareció buena idea que yo, con diez años recién cumplidos, me uniese a la expedición de rafting que iban a hacer todos. No os penséis que mini Paula se achantó, ¿eh? Me pedí ir de las primeras. Y que nadie se crea que íbamos de turismo por aguas mansas, no señoras y señores, bajamos las aguas bravas en una balsa que eso parecía la peli Río Bravo. Eso sí, mini Paula contaba con un chaleco salvavidas, una pala con la que no tenía ni puta idea qué hacer con ella y un consejo del monitor, "si os caéis al agua, doblad las rodillas, no vaya ser que se os atasque una pierna entre las rocas y os ahoguéis". 
Sssssstupendo.
Así que mini Paula, en primera fila bajó el río dando más botes que en una atracción de feria. La madre detrás, preocupada de que su hija saliese disparada como un cohete.
Cuando por fin llegamos a aguas más calmadas, mini Paula tenía la mandíbula desencajada de la sonrisa. 
Pero claro, ese no iba a ser el plan de cada fin de semana. Para alivio de mi madre, y decepción absoluta de mini Paula.
Intentando olvidarme del rafting, me apunté a atletismo única y exclusivamente por dos razones. Mi mejor amiga del colegio, Audra, también se apuntaba, y porque mi madre me compraría unas zapatillas de deporte nuevas. Sobra decir que si estas son las dos únicas razones por las cuales me uní al equipo, ya sabemos que poco iba a durar. Pero como yo era Antoñita la Fantástica, y con mis relucientes Asics moradas y rosas a mis pies, me presenté a las pruebas del cole pensando que, obviamente, sería la nueva Florence Griffith. Mini Paula daba por hecho que su prueba era la prueba reina, la de los 100 metros lisos. Mini Paula, en un estado delirante, se creyó princesa del viento.
Mini Paula se pegó una ostia, metafórica y literalmente, que casi se deja los meniscos en el suelo de la pista de atletismo.
Mini Paula fue relegada a los 400 metros. Prueba que odiaba y en la que quedaba última en todos los eventos a los que se presentó.
Eso sí, al siguiente semestre pude resarcirme del trauma y me admitieron en el equipo de animadoras de baloncesto. Que no es un deporte olímpico pero que queda muy chulo.
Ea.

Y hablando de baloncesto, el verano que llegué de Estados Unidos y volvía al Ramiro de Maeztu, cuna del equipo del Estudiantes, anuncié a bombo y platillo que quería hacer las pruebas para ser jugadora. 
Mi padre, emocionado, compró una pelota de baloncesto y a finales de agosto, cuarenta grados a la sombra, nos echábamos unas pachangas en las cuales me machacaba. Que vosotr@s diréis, joder, que eras mini Paula de doce años. Te podría dejar ganar de vez en cuando. Pero es que a los Cañas no nos gusta perder ni a las canicas. 
Así que en septiembre me presenté a las pruebas que hacían para la cantera del Estudiantes. Ya había jugado en infantiles, antes de Estados Unidos, pero Mini Güini Paula de seis años no sabía ni botar la pelota en condiciones.
Esto era mucho más serio. Estamos hablando de juveniles. Amos, no hay comparación.
No solo entré, sino que me pusieron en Juveniles A, que no B ni C.
¿Sería este el deporte que mini Paula elegiría para ser "Paulímpica"?
Para nada. 
Porque mini Paula, que ya de mini tenía bien poco, descubrió el calimocho y las malas compañías y se cagaba, literalmente, en los entrenamientos. Tanto, que la pillaron cogiendo un atajo mientras hacía un circuito con otras cuantas, pero ella de cabecilla, claro. Tampoco ayuda que en uno de los primeros partidos oficiales metiese un balón en canasta propia pensando que era su lado. Estas cosas nunca ayudan. 
Al año siguiente fue relegada a Juveniles B y de ahí, poco a poco, su estrella se fue apagando.

Luego llegaría la universidad, la independencia, el tabaco, los porros y el teatro. Cocktail molotov, sin duda alguna.

Me dejo más deportes, no os creáis. Como el windsurf que hice un par de veranos con mi madre y en el que fingía esguinces para no tener que hacerlo. O el body boarding que se me ocurrió probar un año, con la consecuente galleta contra la arena, obviamente. O el fútbol, deporte que tan sólo jugué una vez y logré meter un gol. Ni Putellas.

Por eso, cada cuatro años veo a esas diosas y esos dioses del Olimpo y me digo...yo podría haber sido una de ellas.
Sin embargo Mini Paula y la Paula del presente saben perfectamente que para ser atleta de élite hay que tener cierta pasta. 

Y a mí siempre me han gustado más los tortellini, qué le vamos a hacer.

Siempre me quedará presentarme a la categoría de breakdancing...ahí aceptan a cualquiera por lo visto.








Friday, 24 May 2024

Los trabajos lentejas



Queridas y queridos, ha sucedido.

Yo no quería. He luchado con uñas y dientes. Pensé que ya me había librado. Que todo había quedado atrás. Que había llegado al podium y que ya no habría quien me bajase de este.

Qué equivocada estaba.

Ha vuelto. Sin avisar. Sin anunciarse apenas, un zasca en toda la cara a mano abierta.

El trabajo lentejas.

¿Que qué es un trabajo lentejas?

Aquel que no queda más remedio que coger cuando el de tus sueños lo tienes que aparcar durante una temporada,  por múltiples y diversas razones que ahora no vienen a cuento.

Efectivamente, un compendio de elementos se han unido y alineado para que, una servidora, acabe cobrando ocho euros la hora de nuevo. 

Os cuento...

Aquí una ilusa, se las creía a salvo, con sus ahorros metidos en el banco cuan Tío Gilito. Pero, ¿qué pasa? Que el dinero  no se reproduce en el tiempo si se gasta, oh sorpresa, si no que desaparece, casi por arte de magia.

Así que un día te encuentras con la cuenta tiritando, intentando salir de una depresión, con la ansiedad por las nubes, un trastorno alimenticio y con cero trabajo en rodajes de cine desde hace casi dos años. Hay que hacer algo, lo que sea.

Trabajar en una peli no podemos por diversas razones. Ha explotado la mayor huelga en el cine en Hollywood (recordemos que yo vivo de ellos), la ansiedad ya citada te sube hasta el ojo izquierdo en plan tic, y la Navidad está a la vuelta de la esquina.

Así que un par de personas de tu círculo más cercano familiar te comentan...viene la campaña navideña.

A ti se te humedecen los ojos, en plan Candy Candy. No de la emoción, sino porque sabes qué quiere decir esa frase...intenta conseguir un trabajo lentejas. Aquel en el que tu cerebro realiza las funciones justas, aquel en el que la monotonía y el aburrimiento se dividen en partes iguales. Aquel que por el mínimo sueldo interprofesional, te dejas los pies y la espalda. Aquel que sustenta a medio país.

Y como a veces, mencionar, citar, verbalizar, es como abrir las puertas del universo, al poco tiempo de plantearte el curro lenteja te llega una notificación al mail de trabajo en...redoble de tambores...queridas y queridos...¡el mismísimo Primark!

Espera que me cuesta respirar, Marisa.

El mensaje del cosmos está claro como el agua. Pero a zambombazos.

Una, que ya sabe cómo se las gasta el destino, manda el currículum, sí. Pero como con desgana. Como floja. Como que si hay una errata no pasa nada. Como que si no me cogéis para la entrevista no es el fin del mundo.

Pero por supuesto que te pillan para la entrevista ¿Acaso lo dudaba alguien a estas alturas de mi vida? No te dan el trabajo allí mismo en la oficina porque hay un protocolo que seguir, que si no sales con la camiseta de Primark puesta y el contrato firmado con una grapa en la frente.

Así que llega el día de formación. Efectivamente, para ser dependienta de la cadena de ropa más grande de Europa (que me perdone Amancio), hay que pasar ocho inaguantables horas durante las cuales "aprendes" desde qué hacer en caso de emergencia, pasando por una clase "flash" de cómo atender en caja, hasta llegar a la conclusión de que los cutters son peligrosos.

Ea. Y ahí te las apañes.

Porque al día siguiente, no solo te lanzan al vacío, sino que no te dan ni paracaídas. ¿Qué quiere decir? A caja directamente.

Introduce tu número personal que por supuesto no te sabes aún y que llevas escrito en un minúsculo post it dentro de un sobre de plástico verde fosforito, a la vez colgado por el cuello como el cencerro de una vaca. Y aquí entras en un mundo de unicornios y arco iris. Hay más de mil opciones. Y dentro de cada opción, otras mil más. Así que, con las canillas temblando, le das al botón de "siguiente cliente". Se acerca una señora, que podía traer un set de bragas y una camiseta, pero ella viene con la bolsa más a reventar que la cinturilla de Falete. Ella se percata enseguida de tu status (la gota de sudor en la frente te delata). Y te mira como diciendo, "ya me ha tocado la nueva". Empezamos cojonudo. Descargas, como te han enseñado, tooooooooditas las prendas de la señora en el mostrador. Se forma una montaña que casi no ves la nariz a la señora. Y aquí comienza el cristo. Ponte tú a pasar prenda a prenda por el escáner y dobla que te dobla a la bolsa. A ver, que yo te doblo una camiseta, pero si me toca una batamanta me dobla ella a mí. Así que venga a pelearme con la batamanta, con sus mangas y sus pliegues, y la señora cada vez con peor cara. Por supuesto, cuando metes la batamanta en la bolsa, recordemos, de papel, la bolsa se rompe. O sea, saca otra bolsa y empieza de nuevo. La señora suspira. Tú ni respiras. Y ahora pasa cada pendiente, cada pulsera, cada calcetín bajo la atenta mirada de la señora que masca chicle como si estuviese pensando en tu cabeza.

Consigo, por fin, meter todo en tres bolsas sin que se me rompan.

"Quiero pagar la mitad en efectivo y la mitad con tarjeta", me dice ya sin mirarme si quiera.

Estupendo. Toco el timbre para que me ayude una compañera. La señora vuelve los ojos a la altura del cogote quedándose con los ojos como Belén Esteban. Vuelve a suspirar. Yo sigo sin respirar. Vuelve a mascar chicle. Yo estoy que quiero salir corriendo de ahí como un guepardo. O como una chita, porque me siento una simia. 

Mi compañera, a la velocidad de la luz, divide y vence a la máquina logrando cobrar a la señora en un tiempo récord. La señora, como es lógico se va farfullando frases incoherentes pero que sospecho tienen algo que ver conmigo. Mi compañera, muy sonriente, y como enunciando la obviedad del asunto me dice, "¿Ves?, es muy fácil".

Yo estoy más confusa que Carmen Lomana en un banco de alimentos.

Pero no solo consigo atender al siguiente cliente, sino a muchos más. Muchos, muchos, muchísimos más. Las horas se me hacen eternas. Tengo la impresión de que estoy yendo de cabeza hacia mi vejez de una forma supersónica. Y lo único que sale de mi boca son cosas como, "buenas, gracias por la espera", "¿quiere bolsa de papel o reciclable?", "¿quiere quedarse con las perchas?", "¿tarjeta o efectivo?".

¡Ah! Y que te venga siempre con el precio por el amor de dios, porque si no te toca salir del calor de tu caja, a la auténtica selva que es la tienda en busca de, por ejemplo, una vela aromática con forma de papá noel (recordemos, Navidades) rodeada de seres humanos totalmente trastornados que en cuanto te ven con la camiseta azul turquesa (y creedme, no solo la ven, la huelen), se te lanzan con doscientas mil preguntas que eres incapaz de contestar porque llevas tres malditos días y no, no sabes dónde está el jersey de cuello vuelto rojo con los puños fruncidos, señora. Por no saber, no sabes dónde está la maldita vela aromática con forma de papá noel que has salido a buscar.

También puede ser que no haya mucha gente para las cajas (no suele ser lo habitual) y te mandan a doblar. Que yo al principio hasta lo agradecí. Vas a tu bola, hablas con los compañeros, observas tranquilamente la gente que por allí pasa...los perritos que se mean en la sección 8, las parejas que discuten, el tantrum del niño y la consecuente colleja de la madre al susodicho...vamos, lo típico. Pero ay, virgen del santísimo socorro como te digan que tienes que ir a doblar a la sección 4. Ahí, se te caen los palos del sombrajo. No hay lugar más temido en Primark que los veinte metros cuadrados que ocupan las dos isletas para los pijamas de niños. Es como un agujero negro. Sabes cuando entras, pero nunca cuando sales...y cómo sales. Despeluchá, como sacada de una batalla. No solo estás rodeada de padres con sus respectivos hijos que se dedican a desordenar TODO aquello que se encuentren medianamente en su sitio. No. Es que los padres, con sus santísimos, te revuelven el género como si fuera un mercadillo de domingo. Que sí, que ya sé que no estamos en El Corte Inglés, pero es que, después de haber tocado TODOS los pijamas...TODOS...te preguntan que si tienes el pijama de los minions en edad de 3 a 4 años. Y tú les tienes que contestar amablemente, por supuesto. No faltaría más. A pesar de que lo que realmente te apetece es hacerles una llave de judo con el pijama de los minions de 3 a 4 años que tenías en la mano. Tan solo hay una "salvación" a esa jungla...que te llamen de nuevo a cajas. 

Hay compañeras que tras el turno se quedan a comprar "aprovechando" el 15% de descuento que tenemos los empleados. Queridas y queridos, cuando llega mi hora soy Speedy Gonzalez, Flash Gordon. Salgo que me sale tupé. Soy Wonder Woman, esquivando preguntas de clientes con mis antebrazos. Y no es hasta que llego a mi coche que no respiro.

"Pau, eres un poco drámatica", pensaréis. 

Lo que os cuento aquí no es ni una décima parte del infierno. Creedme. Todo el mundo debería trabajar de cara al público un mes en su vida para saber lo que es esto.

Acabé mi etapa navideña un tanto traumatizada, he de admitirlo. Tanto es así que tardé cuatro meses como cuatro soles hasta tener el valor de volver. Y cuando volví, casi me caigo de culo. Lo habían remodelado entero. Había hasta tienda de helados y sección para hacerse la manicura. Pero con lo que realmente se me cayó la mandíbula al suelo fue cuando fui a pagar mi set de cuatro bragas a tres cincuenta. Y es que habían colocado cajas de auto-servicio. No pude evitar en pensar que dentro de exactamente seis meses comenzará de nuevo la campaña navideña, y con ella las colas y las mala leche. Lo de siempre, pensaréis. 

No, queridas y queridos. Desde luego que habrá colas infernales y mala leche perpetua, pero en modo de auto-servicio. Todos esos padres con los niños encalomados a la pierna, parejas con tres bolsas llenas, señoras y señores sin ningún tipo de educación...todos teniendo que pasar sus prendas una a una, doblarlas y colocarlas en la bolsa de papel...no pude evitar una sonrisa ladeada y una risa malvada interna...

De verdad, no lo pude evitar.

Monday, 6 November 2023

Escritora


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Queridas y queridos, cuán importante es la palabra. No solo la escrita, sino la hablada.

Gracias a ella construimos y destruimos castillos, aliviamos dolores o rasgamos lo más profundo del alma, creamos mundos que nadie podría haber imaginado jamás, volamos, traspasamos el tiempo, y lo controlamos, somos reinas y reyes sin corona, o con corona, depende, coloreamos la oscuridad y abrigamos bajo tormentas de agua y hielo, sanamos.

La palabra puede ser sencilla de verbalizar y comprender, como "silla" o "libro", o complicada, como "averno" o "serendipia", o formar frases casi imposibles, como "soy escritora".

Estas palabras, en un principio tan simples, significan un mundo, y son más difíciles de enunciar de lo que parece. O fácil, según se mire. Pero lo que está claro es que conllevan una aceptación. Y a mí eso me parece un osadía. Y, a veces, hasta un milagro.

Hace poco fui a la feria del libro de Murcia a firmar ejemplares de una obra que he publicado recientemente. Las casetas se apelotonaban en una hilera cuasi infinita. Y en ellas, escritoras y escritores se presentaban tras su obra, entre orgullosos y nerviosos. Unos te miraban, como insinuando, "ven, acércate, no muerdo". Otros, los más osados, directamente te lo decían a la cara. Alguna autora te preguntaba si te gustaba leer. Esa frase tenía truco. Cómo no te va a gustar si estás allí. Y, ¿es "gustar" la palabra adecuada? Parecía un verbo en excesivo insulso. "Apasionar", diría yo.

He de confesar que de un tiempo a esta parte me ha dado por escribir cuentos. Me salen casi como churros. Otra cosa es que sean buenos, claro. Pero eso es otra historia. El caso, es que últimamente me interesan mucho. Así que caseta en la que alguien mencionaba la palabra "cuento", caseta a la que me lanzaba como si no hubiese un mañana. 

En una de esas ocasiones me puse a hablar con Carmen, que había escrito un pequeño libro de cuentos sobre las ilusiones y los sueños del ser humano. Me comentó cómo comenzó su proyecto, cómo fue su proceso y, tímidamente me confesó que había ganado algún premio con uno de sus cuentos.

Fue entonces cuando ocurrió. Sin previo aviso, sin mucho aspaviento. Simple y llanamente le comenté: "soy escritora". Lo dije más bien por dar a entender que la comprendía, que formábamos parte del mismo club, que yo era ella y ella era yo.

Pero la afirmación me pilló desprevenida. 

Creo que a Carmen también.

Y a mi madre, que había venido a acompañarme y estaba a mi lado cuando esto ocurrió, no le pasaron inadvertidas No porque no piense que soy una escritora, sino, según ella, por la seguridad con la que espeté estas palabras.

Es cierto. Ni me lo pensé. Mi razonamiento era lógico, "llevo toda la vida escribiendo, he publicado un libro, por ende, soy escritora".

Sin embargo, y casualmente (o no), nunca he podido decir "soy directora de cine" a pesar de haber parido unos cuantos cortos, ganado algunos premios y ser una amante acérrima del séptimo arte.

No solo verbalicé "soy escritora", sino que tuve la osadía de repetirlo un par de veces más a lo largo del día. Como si quisiese reafirmar mi postura. 

Mi madre, en un momento dado, y ya lejos de la feria me confesó que le había chocado la naturalidad con la que había aceptado mi rol. Si soy sincera, a mí también.

Ese "soy escritora" me salió del alma. De lo más profundo de mi ser. Fueron unas palabras gustosas, queridas, ansiadas. Como llegar a casa después de un largo viaje.

Porque es curioso, pero hasta que no se verbalizan ciertas cosas, es como si no existieran. Como si no fueran. Y al decirlas, las creamos, las damos forma como si se tratara de la plastilina que moldeamos con nuestras manos. Las representamos. Y es entonces cuando una comienza a creer en sí misma. En cierto modo, que añada esas palabras en mi mundo, en mi cosmos, me transforma. 

A ver, no es que os vaya a firmar una autógrafo en la cara cuando me vengáis a decir un simple "hola", sino que hay un cambio, tal vez en la manera de verme, de contemplarme. Es como excavar y de pronto encontrar una gema extraña. Como ir en bici y descubrir un arco iris en el horizonte. Algo se ilumina, algo te cambia, te nutre, se queda en tu retina.

En pocas palabras. Aceptar que, por fin, eres escritora, es lo más.

Monday, 30 October 2023

Más cosas que me sacan de quicio

 


Queridos y queridas, "Cosas que me sacan de quicio" parece que os moló un rato. Y como yo me debo a vosotr@s, siempre, por qué no seguir con esa lista de los cuarenta principales. Porque, ¿de verdad pensabais que ahí se quedaba el asunto? Poco me conocéis entonces. 

Vayamos direct@s al lío.

Me saca de quicio la gente que apoya sus rodillas en mi respaldo ya sea el tren, el bus o el avión. Bueno, miento, sobre todo en el avión, porque entonces seguramente tendré la mesita plegable entre las costillas y el páncreas. A esta gentuza habría que cogerles las piernas y enroscárselas alrededor del cuello, estilo "pretzel".

Me sacan de quicio los atascos. Obvio, diréis. Pero no solo aquello de arrancar, parar, arrancar, parar. Lo que de verdad me enajena es que fila en la que estoy, fila que va más lenta que la cola del paro. Me cambio de fila, la otra va más deprisa. Me vuelvo a cambiar, la de al lado va más ligera que un colibrí. No falla.

Me sacan de quicio las moscas de verano. Son tontas, punto. ¿Cómo es posible que puedan entrar por una rendija de dos milímetros y luego den por culo toda la tarde porque no saben salir a pesar de tener todas las ventanas de la casa abiertas? Me puede.

Me saca de quicio Pablo Motos.

Me saca de quicio que me digan que me "tranquilice". Obviamente, y como tod@s sabemos, provocará el efecto contrario. Que no hable como si me hubiese tragado un monje tibetano no quiere decir que esté alterada, pero si me dices "tranquila", yo, con voz frenética y subiendo peligrosamente de tono te contestaré, "pero si estoy tranquílisima". Irónicamente, decirle a una persona tranquila que se tranquilice creará justamente el efecto contrario. Tal cual.

Me saca de quicio el número de tarjetas que tengo. Cuando tengo que pagar saco la del gimnasio, cuando estoy en el gimnasio saco la del metro, cuando estoy en el metro saco la de crédito y cuando estoy en el super saco la sanitaria. Puede que sea mi culpa, que no las tengo debidamente ordenadas, pero, ¿en qué momento nuestras vidas se han convertido en una ristra eterna de tarjetas para todo y de todo?

Me saca de quicio Isabel Díaz Ayuso.

Me saca de quicio olvidarme el kleenex dentro del pantalón cuando pongo la lavadora. Clásico. Abres la puerta del tambor y empiezas a ver virutillas blancas por todos lados....al principio, por un segundo, no caes...pero luego....ay Mari Carmen, ese inocente kleenex cae por su propio peso y te cambia la jeta. Se te queda, hablando en plata, cara de gilipollas. Las carcajadas vienen luego, quitando las virutillas. Unas risas vamos....

Me saca de quicio la peña que pone la música en altavoz en el metro y en otros lares similares. A ver, merluzos, hay un pequeño dispositivo muy útil llamado auricular que se introduce en cada oreja y te permite escuchar perfectamente tu reggetón favorito sin que a mi me dé un parraque. Es bien sencillo pero cómo cuesta entenderlo.

Me saca de quicio y mucho, las pegatinas en los objetos, como por ejemplo, el precio de un libro o de unos bombones, que no se quitan fácilmente. ¿Para qué ponerlas cabrones? Tienes que raspar, usar agua caliente, dejarte las uñas y encima el pegamento parece superglue coñe, que se te irá pegando toda la mierda del universo en el maldito recuadro. 

Me saca de quicio la gente que "canta" encima de una canción pero que no se sabe las letras y encima desafina. Pregunto, ¿por qué? No tengo nada más que decir.

Me saca de quicio que el rollo de film transparente se me haga un lío. Buscar y rebuscar dónde se encuentra el principio entre los miles de miles de filillos que se han quedado incrustados porque tú has ido de loca de la pradera y has enrollado las cosas como si no hubiera un mañana y ahora, o enrollas una aceituna o no enrollas nada.

Me sacan de quicio los "abre fácil". Ni abren, ni son fáciles. Amos, no me digas.

Me sacan de quicio esos personajes que se ponen justo delante tuyo en la playa y te tapan las vistas del mar cuando hay espacio de sobra en cualquier otro lado. Les hacía comer arena. Así lo siento.

Me saca de quicio ver trailers de películas. Te destripan toda la historia. No solo eso, es que sabes estás viendo hasta escenas del mismísimo final. Lo que viene siendo muy mega ruin y rastrero.

Me sacan de quicio los cuchillos que no cortan.

Me saca de quicio todo aquello que es para diestros única y exclusivamente. Léase, sillas con mesa para escribir, tijeras, abrelatas, sacacorchos...menaje del hogar, vaya. El mundo gira en torno a los diestros y hasta que no eres zurdo ni te das cuenta.

Me sacan de quicio las personas, bueno, seamos sinceras, los hombres, que me explican lo que ya sé, lo que ya entiendo. Por ejemplo, cómo encontrar un archivo en mi propio ordenador, en qué consiste mi trabajo o cómo buscar una película en mi televisor. Agüita.

Y me sacan de quicio l@s racistas, l@s homófob@s, l@s machistas, l@s ultraderechistas, l@s gordófob@s, l@s maleducad@s y en definitiva, aquell@s que no respetan a los seres humanos, así en general. Punto.

Continuará?




Monday, 23 October 2023

Antipáticas


 Queridos y queridas, este tema me toca especialmente la pepitilla. Avisad@s estáis.

Dicho tema no es nuevo, como es obvio. Mismamente el otro día escuchaba a las maravillosísimas Isa Calderón y Lucía Lijtamaer hablar sobre este asunto en el más que recomendable podcast "Deforme Semanal Ideal Total". En él explicaban cómo por ser mujer, estamos condicionadas por la sociedad a ser agradables y educadas a todas horas y en todas las situaciones posibles.

Una mujer cabreada, es una mujer histérica.

La perenne frasecita de "pero mujer, sonríe", creo, nos perseguirá de por vida. 

Aparentemente, una mujer no puede ser borde, contestataria, maleducada, seria, incorrecta. No, eso está reservado única y exclusivamente para los hombres. Las mujeres debemos cargar con unos pompones de animadoras permanentemente y no quejarnos. Punto.

¿Exagerada, yo? Ya veremos.

¿Feminista, yo? Sí, esto sí, para que nos vamos a engañar. Siempre.

Pero a los hechos me remito.

Para empezar voy a poner un ejemplo que muchos conocéis o, al menos os suena. Hace unos años, en un partido de tenis femenino, el juez de silla señaló una falta anti-deportiva a Serena Williams por, según él, recibir ayuda de su entrenador. Yo no entro si esto fue cierto o no. Pero ella no sólo se cabreó, sino que perdió los nervios. La lió pardísima. Lo recuerdo vivamente porque no hubo informativo que no abriese al día siguiente con las imágenes de una Serena Williams descompuesta. Y ya no digo en la sección de deportes, no, el propio informativo. Corte a un debate general. La discusión: si la tenista se había propasado en sus formas. No faltaron, por supuesto, tertulianos en la radio y en la televisión para debatir este tema. A mí, me parece curioso cuanto menos. Algunos tenistas masculinos llevan reventando raquetas desde que se inventó la pelota de tenis. Insultan a los árbitros, a los espectadores, gritan, amenazan y, sin embargo, o no se ve en las noticias o aparece como una pequeña reseña en la sección de deportes que es, sin lugar a dudas, donde pertenece. La diferencia de trato fue más que evidente. Ver a una mujer y, más aún, a una Serena Williams perdiendo los papeles era un notición. Porque las mujeres no debemos, no podemos descomponernos y, menos, ante millones de personas.

Pero no hay que irse a las grandes celebridades para encontrarnos estos casos. Nosotras, sí, sí, tú y yo, podemos llegar a sufrir este tipo de fechorías todos los días. 

Yo mismamente, en el trabajo, he tenido que aguantar que me llamen "antipática" en múltiples ocasiones. Todo porque no voy con una sonrisa en la cara como si fuera "Miss Alicante" las veinticuatro horas del día, señor. En cuanto estoy con una cara neutra, están los típicos "¿qué te pasa?", "¿por qué tan seria?" o el ya anteriormente citado "pero mujer, sonríe". Que cualquiera diría que trabajo de animadora infantil en vez de ayudante de dirección de cine. Y mientras mi compañero de trabajo está más serio que un poto nadie le dice nada porque claro, estará concentrado, en sus cosas, no vayamos a molestarle. Pero a nosotras no, a jodernos y aguantarnos, a sacar los pompones de nuevo y a animar el cotarro.

Pero esto viene, como siempre, de nuestra tierna infancia. De toda la vida se nos ha enseñado desde niñas a ser amables con todo el mundo, discretas con nuestras faldas, simpáticas con los invitados. Lo "lógico" y "normal". Mientras tanto los niños...los niños eran unos monos araña que se colgaban de las lámparas, que chillaban y si no querían saludar, no saludaban porque "claro, es que tienen un carácter...". No me digáis que no os suena. A mí la trompeta.

Y así vamos creciendo. Intentando complacer a todo el mundo, evitando la confrontación a toda costa e ignorando lo que es un "no" hasta que un día se te hinchan los ovarios. Te dices, "¿Pero tengo cara de gilipollas o qué?" y te lías la toalla a la cabeza y dices "Hasta aquí hemos llegado". Así que empiezas a poner límites. Sí, sí, comienzas a delimitar hasta dónde pueden llegar los otros y entonces, ah Mari Trini, es entonces cuando te conviertes, oficialmente, en una "Antipática". Porque ya no te riges por sus normas, sus reglas, sus absurdas exigencias. Ya no eres tierna como un "oso amoroso", ya tienes carácter. ¡Oh dios mío! ¡Cuidado, todos a cubierto! ¡Es una bomba nuclear a punto de estallar!

Lo vemos en políticas que no se dejan amedrentar, actrices o cantantes que ya no contestan preguntas machistas estúpidas, o mujeres de a pie que no van a sonreír porque a ti te salga de los santos cojones. 

Sonreiré cuando me salga de los ovarios, cuando algo me haga de verdad reír, cuando quiera, no por ser mujer y tenga que agradarte a ti, la mitad de la población. 

Sonreiré cuando no me digan que sonría.

Sonreiré cuando mis tampones y compresas no se consideren un artículo de lujo y sean de necesidad básica, como es lógico y normal.

Sonreiré cuando pueda andar tranquila de noche sin cagarme viva pensando que me pueden violar.

Sonreiré cuando no sienta que en mi trabajo tengo que demostrar el triple que mis compañeros masculinos para conseguir el mismo puesto.

Sonreiré cuando sepa a ciencia cierta que mis sobrinas no tendrán que sufrir ninguno de los problemas anteriormente citados.

Entonces, sí, sonreiré.

Tuesday, 17 October 2023

Matt Damon y yo

 


Queridos y queridas, nunca he sido fan de Matt Damon. Me ha parecido como una patata sin sal, insulso. Le veía en las pelis y pensaba...meh. Ni fu ni fa. Un brócoli me parecía más expresivo, mira tú. 

Duras declaraciones por mi parte, lo sé.

Hasta que le conocí.

Corría el año 2016 y acababa de terminar mi primer trabajo como tercera ayudante de dirección de cine. Casi la palmo de la ansiedad y la histeria. En serio, casi me explota la almendra. Pensando que a partir de entonces ya no sería auxiliar de dirección nunca máis, como soy prima segunda de Murphy y su puta ley, me llaman y me ofrecen dicho puesto. Eso sí la peli es de Bourne y se rodaría entre Tenerife y Londres. No sólo tendría la oportunidad de trabajar con Matt Damon y Paul Greengrass, sino que, y más importante para mí, con Chris Carreras, el primer ayudante de dirección de muchas de las películas de Harry Potter, una auténtica leyenda. Yo, que me quiero dedicar a esto, no puedo perder la oportunidad de trabajar mano a mano con semejante titán del cine. Digo "dónde hay que firmar" y me voy para Tenerife. 

Nota: Ya nos vamos dando cuenta que tampoco se vive tan mal con este trabajo, que si viajas, que te pagan el vuelo, que te ponen el hotel, las dietas... Nos enteramos, ¿no? Y bueno, que las Islas Canarias vienen siendo un lugar recurrente en el blog, vamos. Solo quería subrayarlo. Gracias, prosigamos.

Total, que llego a la isla chicharrera y me acomodo en el hotel donde vamos a pasar casi tres semanas. No me quejo.

Comenzamos a rodar. "Exterior calle noche". Está claro lo que quiere decir. Que vamos a ser vampiros durante días. Comenzamos la jornada a las ocho de la tarde y, con suerte, a las seis de la mañana estamos de camino a la piltra. Bueno, por lo menos te puedes levantar y, cuan croqueta, ir rodando hasta la playa.

La escena consiste en unos disturbios por las calles de Atenas (en teoría Tenerife hacía de la ciudad helénica...la magia del cine), en los que Bourne ha de camuflarse para poder escapar de unos tipos que le persiguen. Todo muy original, oiga.

Total, que como ya hemos aprendido en este blog, debo tener cara de traductora oficial de los rodajes británicos, porque el segundo ayudante de dirección me llama al set, un vagón de metro ligero, y me dice que le vaya traduciendo a Matt Damon lo que el conductor le diga. 

Sin un mísero "nice to meet you", que es lo mínimo en estos casos. Me ponen en medio del muchacho actor y del conductor del metro y ala, ancha es Castilla, a traducir. Matt me mira concentrado mientras le suelto un rollo "macabeo" en inglés de cómo tiene que accionar el dispositivo para que éste abra las compuertas. Después de un monólogo Shakesperiano, él me mira, me sonríe, y me suelta en castellano "¿Cómo? ¿Así?" y abre la puerta. "Ah, ¿pero que hablas español?", pregunto entre anonadada y un tanto mosca tras el sobre esfuerzo mental con el que acabo de lidiar. "Un poco, mi mujer es Argentina", me contesta con un perfecto acento y todo "pichi". Pues ya me lo podría haber dicho un poco antes, básicamente unos diez minutos, cuando empecé a soltarle semejante milonga. 

Pero esto nos unió claro. A ver, no es que tuviésemos un saludo secreto a partir de entonces. El muchacho actor era muy amable y saludaba a todo el mundo por las mañanas. Me diréis, ¿lógico, no, Paulis? Pues no, queridos y queridas, la mayor parte de los actores y actrices de alta alcurnia pasan cuatro pueblos de lo que viene siendo la plebe, o sea, el equipo. A no ser que les puedas dar algo a cambio, por supuesto. Por ejemplo, los directores de foto. Porque son los encargados de que salgan con la cara lisita como una plancha o feos como un orco. Pues les conviene. ¿Pero conmigo? ¿Una mera auxiliar de dirección? Ni agua. Ojo, insisto, algunos actores y actrices. En mi experiencia, cuanto más experimentados sean los actores y actrices más educados serán. Los de la nueva escuela se les sube pronto a la cabeza y suelen ser medio gilipollas. Excepciones hay en todos lados.

Matt es bien. Nos saludamos, nos preguntamos que qué tal y ahí acaba nuestra conversación porque no le vamos a pedir peras al olmo.

Hasta aquel día que lo cambió todo.

Pero vayamos por partes.

Una vez acabada nuestra aventura en Tenerife nos volvemos diligentes a Londres a rodar parte de la película en un estudio, parte en localizaciones por la ciudad.

Nota: He de aclarar que Paul Greengrass, el director, viene del documental así que rueda de una forma super libre y a veces hasta radical. No se anda con chiquitas. Si ve un sitio que le gusta, rodamos ahí, así de simple. Que los productores se encarguen de los permisos y el papeleo que para eso están. Bien, aclarado esto, prosigamos.

La escena a rodar: Bourne huyendo de dos tíos que le persiguen de la CIA, para variar. De pronto, gira una esquina, ve una falsa puerta, entra y se queda dentro para despistarlos. Cuando han pasado de largo, sale de nuevo y, muy listillo él, corre en sentido contrario. Un hacha el Bourne.

Bien pues había que rodarlo, ¿no? Obviamente. ¿Qué implicaba esto? Que Matt (mi súper colega Matt), tenía que entrar por esa falsa puerta, quedarse dentro del cuarto, esperar un tiempo prudencial y salir escopeteado de ahí. Algunos, que sois listos como el hambre y seguís mis andanzas cuan fans empedernidos habréis adivinado lo que viene a continuación. Porque, en ese momento en el que la Paulis andaba un poco despistadilla, escucha al primer ayudante de dirección decir, "necesitaremos a alguien dentro del cuarto para darle la señal a Matt para salir". Mira alrededor. ¿Y quién creéis, queridos y queridas que fue la afortunada a la que le endosaron semejante honor? "Paula, tú le darás la señal desde dentro". ¿Quién? ¿Yo? Cómo no, surprise, surprise, qué raro que me toque a mí, mari Carmen.

Entro en el cuarto y... ay diosito de mi vida, oh my fucking god, que es un cuarto de basuras. Tal cual. Y, para más inri, sin luz. Matt Damon y yo vamos a tener que estar dentro de un cuarto lleno de mierda a oscuras cuando lo máximo que hemos hablado ha sido algo así como "pues la verdad es que hoy hace buen día", "sip, se ve despejado". Me echo a temblar. ¿Y yo qué hablo con este buen señor en la más negra oscuridad en un cuarto de deshechos?

Las primeras tomas ni tan mal, porque Matt literalmente tiene que entrar y salir así que es todo mega rápido. Por un instante, por un momento, creo que me voy a librar de tener que sacarle conversación. Qué ilusa soy. A estas alturas ya tendría que haber aprendido que la vida siempre, siempre se me complica si no me la complico yo. 

Paul Greengrass, el director, quiere hacer unos primeros planos de Bourne saliendo de la falsa puerta y para ello, ¿qué tiene que hacer Matt?, empezar dentro del cuarto de la basura dónde Paula le dará la señal para salir. 

Así que ahí estamos los dos, que casi no nos vemos, preparadísimos, cuando de pronto me comentan en la radio "Paula dile a Matt que casi estamos, que hay un pequeño problema técnico con la cámara". 

Mecagoenlaputayentodoloquesemenea que me toca hablar con él.

Silencio incómodo...

Me apoyo en un contenedor de basura. Me quito. Joder, que asco. Piensa, Paula, piensa, pordiossantoyelarcangelsangabriel, de qué hablo yo con este señor. ¿Qué tengo yo en común con un tío que viaja en jet privado y cena sushi todas las noches? ¿Que tiene casas de millones de dólares y con más baños que habitaciones y yo teniendo que compartir mi váter con dos personas y haciendo el baile del sambito en la puerta porque está ocupado y me cago viva? ¿Qué tengo en común, queridos y queridas? ¡¡¡¡¿Qué, coño, QUÉ?!!!!!!

De pronto, se me ilumina la bombilla...

"The glamour of filmmaking huh?" ("El glamour del cine, eh?"), me atrevo a decir. Oigo una risa en la oscuridad, sincera, risueña. "Fuck yeah" ("Joder, sí"), me dice con su acento bostoniano. Nos reímos, por que no es que se pudiese cortar el silencio con un cuchillo, queridos y queridas, no. Sino con un puto machete. Y a machetazo limpio me lo cargué.

Y no sé cómo empezamos a hablar entre toma y toma. En la opacidad. Entre desperdicios. De lo bien que iba el día de rodaje a pesar de todo, de lo majo que era Paul Greengrass. De pronto pasamos a sus hijas y su mujer. Y hablamos un poco de español. Y cuando mejor me lo estoy pasando ya hemos conseguido el plano, y tenemos que salir. Y la magia desaparece, y es una pena.

Volvimos a nuestros "good morning" habituales y a los "parece que hoy va a llover" frecuentes, pero de vez en cuando coincidíamos y alguna cosilla más sí que caía. Sobre España, sobre la educación, la inmigración. Daba igual, siempre había algún tema.

Hasta que llegamos al final del rodaje, y nos dijimos nuestros "adioses" y nuestros encantados de habernos conocido.

Desde entonces ya no le puedo ver igual, ni a él ni a sus películas. 

Ya de brócoli, nada. Es una patata con sal.

Y esta, queridos y queridas, es la historia de Matt Damon y yo.

Monday, 21 August 2023

Mujeres y señoros



Queridas y queridos, salgo del letargo veraniego porque me arden las ideas y las manos. Tecleo sin cesar y atropelladamente porque mi cerebro va más rápido que mis dedos. Quiero contar tantas cosas y que tengan sentido...no sé si seré capaz, pero tengo que intentarlo.

Ayer asistimos a la final del mundial de fútbol femenino. La selección de España ganó. 

Y entonces se montó la de dios es cristo. 

Por muchas y diversas razones. Cosas que tenían que ver con el esférico y cosas que nada tenían que ver con él. Twitter (o esa X repugnante), para variar, estaba que quemaba y todas y todos parece que tenemos que decir algo al respecto.

Es natural, es humano...cuando hay o han habido injusticias la gente se rebela.

Yo soy parte de esa gente.

Es casi imposible no verse reflejada. Hay tantas similitudes, tantos recuerdos...

Por un lado se habla de que estas futbolistas, se convierten en referentes ya para muchas niñas. Referentes que hace años no teníamos, o más bien, porque no se les daba la voz y el espacio necesarios para que existieran. 

A mí la afición al fútbol me llegó medianamente tarde. Siempre fui más de baloncesto, supongo que por ser del Ramiro de Maeztu y, por ende, seguidora del Estudiantes. Mi introducción al deporte llegó durante el mundial de Estados Unidos, el famoso de la nariz sangrante de Luis Enrique. Tendría quince años. Mi abuelo, fan de la selección, vio en mí alguien con quien poder compartir afición y madrugadas llenas de fútbol, patatas fritas y coca cola para la niña, cervecita para él. Ese verano nos unimos viendo cada partido como si nos fuera la vida en ello. Y yo de pronto, descubrí lo que era un fuera de juego, un corner o un delantero. Veíamos la previa de cada partido y comprábamos el diario deportivo cada mañana. Fue toda una experiencia.

Durante aquella época también empecé a jugar al baloncesto. No era buena, lo admito, pero me lo pasaba bien y aprendí muchísimo gracias a mi entrenadora Sonia. Ella y la jugadora Amaia Valdemoro han sido mis casi dos únicos referentes. Los equipos de las chicas existían sí, pero siempre a la sombra de la de los chicos. No digo ya en las categorías superiores, obviamente, pero desde las infantiles. A pesar de aquella diferencia de géneros, era un auténtico milagro que hubiese baloncesto femenino en los noventa. 

Y aquí es donde entra la importancia de tener referentes.

Un día, en el patio del colegio nos pusimos a jugar unos cuantos a una especie de concurso de triple. Yo ya digo que no era muy buena, pero gracias a los entrenamientos y la práctica el tiro de tres puntos se me daba medianamente bien. Así que me puse en fila para esperar mi turno. Era la única chica obviamente. Y empecé a tirar triples, y lo que es peor, a meterlos y a eliminar a chicos. 

Horror. Terror.

Yo estaba disfrutando de lo lindo claro. Poniendo en práctica todo lo que había aprendido a base de ensayo y error. Hasta que, como algun@s os podéis imaginar, llegó un niño me quitó el balón de las manos y me dijo, "no puedes jugar más". Yo, asombrada, me reí. Pensaba que era una broma y le pregunté inocentemente por qué. Él, de modo altivo y sabiéndose rey del universo contestó, "es mi balón y yo decido quién juega". 

Así, tal cual, sin una explicación más, los niños se fueron poniendo delante mío como si fuera invisible. Como si no existiese. Alguno de mi clase, amigo mío, me miró con cara de pena y encogió los hombros como diciéndome "no puedo hacer nada, es su balón". SU balón. SUS reglas, SU pene.

Así que sí importa que la selección española de fútbol haya ganado el mundial ante la atenta mirada de miles de niñas que pedirán por reyes o por su cumpleaños SU propio balón. SUS reglas. SU coño. Niñas que no se amedrentarán si quieren jugar con niños. Que no serán llamadas "marimachos", ni "bolleras" por querer jugar. JUGAR. Qué importante y difícil es este verbo. 

Ojalá esto se hubiese quedado así. Ojalá estuviéramos hablando de estas mujeres por su fútbol, días, semanas, meses, años. Ojalá el mundo funcionara de otra forma. Ojalá nos dejaran ser, respirar, existir sin que nos ahoguen...

Porque entonces llegó el señoro y el pico.

Quien no se haya enterado porque viva incomunicad@ en el Himalaya, el mismísimo presidente de la federación española de fútbol, un tal Rubiales, en pleno "furor celebrativo", no se le ocurrió otra cosa que cogerle de la cabeza a una de las jugadoras, Jenni Hermoso, y, sin dejarle opción alguna ni a una posible cobra, le plantó un beso en todos los morros ante la cara de estupefacción del mundo entero. Bueno, parte del mundo entero.

Porque ante las quejas de muchísima gente a través de las redes sociales por lo acontecido (entre las que se encuentra una servidora), salieron los defensores del señoro, casi todos, obvio, también señoros. Señoros que se creen másters del universo y que el resto somos un@s ofendidit@s. Señoros que opinan que el beso fue "una efusividad del momento", un "gesto de cariño".

Me hierve la sangre.

Cualquiera que diga estas mamarrachadas no ha sufrido en sus propias carnes lo que viene siendo una agresión sexual. Esta gente no tiene que andar sola por la calle agarrada al móvil con el número de emergencia puesto en pantalla por si la asaltan, persiguen o violan. Estos señoros lo ven como algo "inocente y casto", cuando en realidad es un abuso de poder en toda regla. No hay que tener madres, hermanas, tías, primas o hijas para saber esto. Hay que ser, simple y llanamente, un ser humano.

Hace años en una película en la que trabajaba llegamos, por fin, al último día de rodaje. Había sido duro, intenso y a veces desesperante. Pero lo conseguimos.

Esperando al resto del grupo en la entrada del hotel para celebrar, estábamos unos cuantos del equipo. De pronto, entran unos algunos eléctricos que ya habían estado festejando a su bola. Yo estoy apoyada en el respaldo de uno de los sofás, observando, sin decir nada. De pronto, uno de los eléctricos se acerca a mí me coge de la cabeza y me suelta un pico. Así sin más. Hubo un pequeño silencio. Muy muy breve. Yo le dije, "¿qué haces?", con una medio sonrisa nerviosa y de incredulidad. Él me contestó, "no seas aburrida, Paula, que hemos terminado". 

A día de hoy no sé cómo no le pegué una hostia o, por lo menos, puse una queja a la productora. Tenía unos treinta años yo, él unos sesenta y pico. Casi no habíamos hablado casi durante el rodaje, solo profesionalmente. No habíamos tonteado. Pero él se vio en su santo derecho de darme un beso.

Y entonces es cuando vuelvo a la reacción de los señoros en la actualidad. Lo siento, pero si Jenni Hermoso se hubiese llamado Andrés Iniesta o Fernando Llorente, el presidente de la federación no le da un pico. Esto es impepinable. Lo sabemos tod@s. Sin embargo, entre que ella no puede/sabe reaccionar, que es su jefe y que dicho jefe es un machirulo impresentable que no va a renunciar a sus seiscientos mil euros al año, pues tenemos la tormenta perfecta. El resto somos un@s feminazis y punto pelota. Nunca mejor dicho.

El señoro, visto la que se ha montado en las redes sociales y en el mundo en general (se han hecho eco los medios ingleses, los franceses, etc), ha aparecido diciendo que "seguramente debía disculparse". El video no tiene desperdicio. Con su tono prepotente, su lenguaje corporal de "estoy aquí porque no me queda otro remedio" y su excusa de "momento efusivo", se ve que no se lo cree ni él. 

Este señoro, no solo debía dimitir ipso facto, sino que debería desaparecer de la faz de la tierra.

Sin embargo, nuestro mundo está llenos de "Rubiales", esos mismos señoros que de pequeños no te dejaban jugar con SU balón y que ahora se escudan bajo su puesto, su estado, su género.

Ya está bien, joder.

De que tengamos que aguantar la misma mierda con diferente formato. De tener que callarnos. De no poder alzar la voz. De tener que ocupar menos espacio. De no poder ser nosotras mismas. 

Basta ya de titulares de periódico que no hacen más que justificar lo injustificable, de ese blanqueo de las noticias, de señoros que no entienden o no quieren entender.

Basta ya de no poder jugar. 

Basta ya.