Saturday, 28 June 2025

Zumba en el infierno (2a parte)


 Queridas y queridos, me gustaría deciros que con la edad una va aprendiendo de sus errores y madurando. 
Mentira.
Parece que cuanto más lejos vemos algo, más cerca lo queremos. Cuanto más difícil, más ansiedad por tenerlo. Y si el universo te dice que no, tú le haces un corte de mangas y le gritas "¡Por mis ovarios!"

A mi me pasa con el gimnasio. Los más fanes de este blog lo saben de sobra. 

Para los nuevos o los que quieran recordar a qué me refiero, os dejo Zumba en el infierno (primera parte).

El caso, que me lío. Como ya sabéis ando en una casa nueva, y con ella barrio nuevo y, obviamente, gimnasio nuevo...¡Yuhuuu!
Yo no desisto, ni desistiré en mi objetivo.
Más aún, si veo que hay clase de zumba o aerobic me tiro en plancha. Así que aquí no iba a ser diferente, claro. Y, cómo no, pues nos pasa de todo. Porque no aprendemos, porque nos va la marcha, porque parece que es adictivo esto de hacer el más auténtico ridículo.

Me explico.

Como hace mucho que no meneamos este pandero que dios nos ha dado, decidimos comenzar con Aerobic básico. Sí, soy una kamikaze, pero de algún error he aprendido, y me digo que mejor comenzar con algo suave, sencillito, que no suponga dejarme medio pulmón en el parqué de la clase.
Así que, con mi bolsita para el gimnasio, con su toallita y su agua y todo, me dirijo a mi primera clase con auténticos saltimbanquis dentro del estómago. De lo ansiosa que estoy llego pronto, así que subo las escaleras que van a la clase y me siento en el banco que se encuentra frente a ella. Cada dos segundos miro el reloj. En la lejanía comienzo a escuchar un "click" que se acerca muy poco a poco. ¿Qué tipo de pasos haremos? Click ¿Podré seguir el ritmo de la profesora? Click ¿Cómo serán l@s alumn@s? Click. Espero que maj@s...
Click, click, click...
El click no es otra cosa que un taca taca llevado por una señora digamos octogenaria subiendo las escaleras. Lo juro.
"¿La ayudo?" "No, gracias joven".
Click, click, click...
La señora se sienta a mi vera.
Desde el fondo de las escaleras otro sonido. Esta vez, resoplidos. A cada paso, un "ufff", o un "my goodness", o un "ay". Otras dos señoras de avanzada edad, estas sin taca taca, cogiéndose a la barandilla como si no hubiese un mañana, van subiendo las escaleras como pueden. Al llegar a lo que parece la cima del Kilimanjaro, nos saludan sin casi aliento y se sientan a mi otro lado.

La clase anterior termina y la profesora abre la puerta. De ella salen l@s alumn@s, lozanos y frescos como manzanas.

En contraposición, las dos señoras a mi derecha, la del taca taca a mi izquierda, y yo entramos...a nuestro ritmo, claro...
Dejo mis cosas en una esquina de la clase, me pongo a observar, y es cuando flipo.
Un señor entra acompañado de lo que parece ser su cuidador. Dos señoras afros, apoyadas la una en la otra, entran a clase a paso caracolil.

¿Pero dónde coño me he metido?

Muy, pero que muy lentamente, cojo mi bolsa y salgo sin que nadie note que estoy haciendo un "mutis por el foro". En cuanto bajo las escaleras acelero no vaya a ser que me digan algo. De paso, me cruzo con lo que viene siendo el inserso entero.
Ahora entiendo lo de "Aerobics basic"...joder, y tan básico. 
Algunos me diréis que me podría haber quedado para subir la autoestima...pero la verdad, creo que por ahora voy a dejar esa clase para un futuro (espero que) lejano.

Pero, no había tiempo para pensarlo mucho. 
Al día siguiente tocaba Zumba. 
Traumatizada por el día anterior y por mis experiencias del pasado, entro temblando a clase. Ya hay gente. Respiro un poco más tranquila. La media de edad es variopinta y, esencial, no hay taca tacas a la vista.
Hasta el ambiente es diferente. De fondo suena una música medio reggae que ayuda a relajarse un poco. 
Pero si algo hemos aprendido de errores del pasado es que hay que mantenerse alerta en todo momento.
Yo, por si acaso, dejo mis cosas cerca de la puerta de la clase, no vaya a tener que hacer un Houdini en cualquier momento, como el día anterior.
La profe aparece. Y lo sé porque va saludando a todos como si fuera la reina de Inglaterra. 
Es una afro, alta y estilizada con un moño en lo alto de la cabeza como si fuera la directora de la escuela de Fama. Pero, para mi sorpresa, va con una camiseta de los "Smashing Pumpkins".
Esto promete...
Después del típico discurso de quién es nuevo (yo me escondo detrás de la que tengo delante, claro) y si alguien tiene algún tipo de lesión, nos comenta con una sonrisa de lo más amable que aquí hemos venido a pasarlo bien, no a hacer pasos perfectos. Si no nos salen a la primera, pues a la segunda, y si no, hasta que salgan. Pero que lo importante es disfrutar.
Claro, a mí con ese discurso me gana. Pero, lo que es peor, me relajo.
Me relajo porque me digo, "es verdad, joder, que no somos Beyoncé, ni su cuerpo de baile, ni nada de nada. ¡A disfrutar!"
Empezaremos, comenta la profesora, con un calentamiento.
Yo, a tope, a lo Rocky Balboa, "Dame calentamiento, pasos, coreografía, lo que sea, que aquí estoy yo", me digo.
Ilusa...
Mi otro yo, ese que me conoce de toda la vida me mira y niega con la cabeza..."pero alma de cántaro, ¿no has aprendido nada?"
Parece ser que no. Porque, a la par que yo me relajo inocentemente comienzan a sonar los tambores de la música.  No son sutiles, ni van de menos a más, no. Son repentinos, ancestrales, tribales y entonces ocurre...
Esa mujer en la que yo confiaba por llevar una camiseta de los "Smashing" grita: "cinco, seis, siete y..." y se convierte en un ser capaz de hacer pasos y posturas imposibles, contorsionismo puro y duro.
Me sentí como las bailarinas que observan anonadadas a la Tia Vivian del "Príncipe de Bel Air" hacer sus pasos perfectos, precisos, de otro planeta.
No lo explico, lo muestro:


Vayamos por partes.
Yo, para empezar, es que no sabía ni dónde meterme. Intenté, por lo más sagrado, seguir a esa mujer. Qué digo mujer, ¡diosa del Olimpo! Pero es que no había santa manera de coger un puto paso. Cometí el craso error de mirarme en el espejo por una milésima de segundo, y parecía que me estaban electrocutando. Mi cuerpo, no sabía hacia dónde dirigirse, hacia donde moverse, hacia dónde ir. No sabía cómo gestionar toda esa información...los pies por un lado, las manos por otro, la cabeza hacia abajo, las caderas a hacer twerking. Lo que viene siendo un sindiós. ¡Y eso era solo el calentamiento! Agarrémonos que vienen curvas...
Además, como en toda clase, tenemos nuestros grupitos. 
No nos engañemos, en realidad poco o nada ha cambiado desde el colegio. En primera fila tenemos a las tres que se saben al dedillo las coreografías. En este caso hay una especialmente brusca que, como te pongas en su camino, te hinca el codo en toda la piñata, sin que se le mueva un pelo del flequillo. No sé si se ha confundido de deporte porque debería estar más en un equipo de rugby que en uno de baile. En serio, miedito.
Las otras dos que la acompañan son las que se acercan a la profesora entre cada canción. ¿Para qué? Es un misterio. No sé si es para hacerle la pelota, hacernos ver a las otras que tienen una relación especial o yo qué sé. A mí, personalmente, me toca lo que viene siendo el...bueno, ya me entendéis. Que luego mi madre dice que uso demasiados tacos. Yo solo lo hago por el efecto poético-literario. Pero bueno...
Ya me he liado otra vez. 
El caso es que además del triunvirato en primera fila tenemos a varias señoras afros con sus buenos panderos a las que se la suda un poco la coreografía. Ellas van con sus coloridos pañuelos en la cabeza, sus toallas alrededor del cuello en plan boxeador y, algunas, incluso con un ventilador portátil en mano mientras bailan y hablan entre ellas. Ahí se ve que la menopausia ha pegado fuerte, porque las pobres mías sudan como si estuvieran en mitad del Sáhara en agosto. Por otro lado, estamos las de la última fila, las que no tenemos ni puta idea de lo que estamos haciendo. Por esa regla de tres, deberíamos estar al principio, pero entonces corres el riesgo de que la retaco agresiva te mande para Cuenca de un zurriagazo. Así que mejor, al final del todo, que aunque no vemos un pijo, por lo menos salimos vivas de clase.
Bueno vivas...es una forma de hablar. Porque después de bailar una hora a ritmo de canciones con tambores, samba y alguna que otra de reggeatón, acabas la clase como una oruga, reptando y despeluchada. 
¿Eso hará que desistamos?
¡Por supuesto que no! 
Seguiremos dando saltos, desencajándonos la cadera y sudando la gota gorda cada martes, jueves y sábado porque yo me debo a vosotr@s, mi público, y tod@s sabemos que aquí va a haber una tercera parte. 
Eso lo sabe hasta la Tía Vivian.
















Monday, 23 June 2025

London 2.0


 Queridas y queridos, he vuelto. No solo al blog sino a esta ciudad que tanto me ha dado...y me ha quitado también, no seamos falsas porque casi me cuesta la salud.
Pero aquí me encuentro, de nuevo, en esta urbe llena de cuerdos y no tan cuerdos. De recuerdos. De planes a go gó. De lugares por descubrir. De gente por conocer.

Pero empecemos por lo que viene siendo el principio. 

Una servidora llevaba seis años como seis soles sin pisar la tierra del fish and chips, de Harry Potter, y de Shakespeare. Aterricé a lo grande...con curro, piso y coche (alquilado, que me he dejado unas buenas libras esterlinas porque mi coche, el Pitufito, se quedó en Coruña). 
Todo genial, ¿no? 
Pues sí claro. Es ideal de la death.
Y como es ideal de la death decido quedarme una temporada.
¿Cuánto? No sabemos. Lo que se tercie.
Así que finiquitado el curro, y finiquitado el contrato de la casa, hay que ponerse a buscarse la vida.

Empecemos con la búsqueda de nuevo hogar.
¡Ay querid@s no veáis como está el mercado! Por las nubes. Os quejáis de España, pero Londres es país feudal de oligarcas rusos y sultanes, y aquí es más difícil encontrar algo barato que en la cueva de Aladdin. 
Primero hay que tomar la decisión de si compartir o vivir sola. No es moco de pavo. Por un lado porque te ahorras unos lereles si divides gastos, de cajón de madera de pino. Pero por otro lado, socializar cuando a una no le apetece, encontrar los pelos ajenos en la ducha, los ruidos nocturnos de la habitación de al lado...un largo etcétera que ahora mismo no me voy a poner a enumerar, pero que nos hacemos una idea.
Así que ahí estaba la idea idílica de vivir sola. Yo ya me veía con mi mini jardín, regando mis petunias, escuchando el canal de música clásica mientras el salmón se iba horneando en la cocina. 
¡Ilusa! ¿Pero desde cuándo los pisos parecen estar hechos de oro de 24 kilates? ¡Qué locurón! ¡Qué puto estrés!
Me bajo todas las aplicaciones posibles que existen para encontrar piso y...me quiero morir. Por mi precio no hay absolutamente nada para vivir sola. Bueno, miento, un zulo de cinco metros cuadrados sin ventana, pero "muy acogedor", según el anuncio. Serán rancios. 
Así que en un principio me va a tocar compartir, digo yo...
Consigo ver una habitación decente con su baño privado incluido. Viviría con otras tres personas, entre ellas un madrileño de Getafe que va siete veces a la semana al gimnasio y que tiene más botes de polvos proteínicos en la cocina que neuronas en la cabeza. Salgo de la entrevista pensando que mañana tengo un par de sitios más que ver pero me da que va a ser este...
Al día siguiente les comento que estoy interesada. Ellos me contestan que están viendo a más gente que ya me dirán.
Coño claro, los que tienen el poder son ellos, no yo. Me tienen agarrada por las amígdalas. 
No me voy a quedar quieta así que decido seguir buscando. Esta vez para vivir sola...¿por qué no? Cada vez que pienso en tener que cruzar dos palabras con el de Getafe por la mañana me entra una arcada.
Así que me pongo a investigar...y me comienzo a emocionar..."yo sola, por primera vez en mi vida, sin tener que dar cuentas a nadie, pasear en bolas si me apetece por la casa"...sí, sí, me veía.
Comienzo a subir presupuesto, convencida de que en un mes ya voy a estar metida en otro rodaje hasta el cuello y veo casas de auténtico ensueño. Menos mal que tengo una familia y amigos razonables que me ayudaron a ver que, efectivamente, no podía vivir como una Kardashian.
Y es entonces cuando veo el anuncio de un pequeño estudio, de precio más bajo que mi presupuesto, y por las fotos ni tan mal...aquí tiene que haber truco.
Voy a verlo y me recibe una señora británica entrañable que me dice los pros y los contras del apartamento sin miramientos. 
¿Sabéis cuando de pronto todo cuadra? ¿Cuando todo encaja como un puzzle?
Pues eso es lo que me ocurrió a mí. 
Ese mismo día tenía que ver otros dos pisos, ambos me los cancelan y, para más inri, el piso del de Getafe me dicen que han escogido a otra persona.
¿Los astros me querrán decir algo?
Salgo del estudio diciéndole a la buena señora que me lo pensaré. Para cuando he recorrido 500 metros me doy cuenta de que, ¿qué es eso de pensárselo ni qué niño muerto? Esa es mi casa. Ese es mi nuevo hogar.
Le escribo a la señora británica entrañable que me tiemblan las manos. 
Ella me contesta al minuto. 
El estudio es mío.
No me pongo a gritar de la alegría porque quedaría de loca, pero me falta tiempo para llamar a mi madre como mujer adulta independiente que soy.
Tengo que esperar para mudarme un mes, así que aprovecho para ir a Coruña, a Zurich...y porque me coincidió con el apagón que si no también me paso por Madrid.
Al volver, hay que recoger los bártulos de seis meses en nuestra nueva ciudad. Llevamos poco en Londres, pero hay que ver la de mierda que el ser humano acumula en un abrir y cerrar de ojos. 
Para mierda la que no os he contado aún.
Resulta que como me fui de esta ciudad corriendo como si me quemaran los pies en arena de playa, me dejé en un trastero diez años de mi vida. Como lo oís.
Cajas y cajas y más cajas de auténtica inmundicia. Sabéis que me gusta exagerar, pero esta vez, no es el caso.
Miles de cuadernos, libros, guiones, órdenes de rodaje, toneladas de camisetas, pantalones, zapatos, botas, sandalias, maquillaje, tres estanterías, una mesa, una silla, una mecedora de ikea, dos zapateros, dos espejos, y millones de artículos sin un fin determinado. Lo que viene siendo mierda a la enésima potencia.
Todo ello dentro de un enorme contenedor de madera, apelotonado sin orden ni concierto, en la puerta del almacén y, por supuesto, el primer día que voy, lloviendo.
No lo explico, mejor os lo muestro:


Que casi me puse a llorar es una mentira como una catedral. Me puse a llorar, punto. 
De nuevo, como mujer adulta e independiente que soy, llamé a mi madre hiperventilando. Ella, como siempre, consiguió calmarme. Entendí que tenía que ir poco a poco y con paciencia. Así que, intentando inspirar y expirar de la forma más humanamente posible, abrí la primera caja.
Tardé unos cuantos viajes más, obviamente.
El último recién mudada a la nueva casa.
Que esa es otra. En el momento en que pisé el suelo de lo que sería mi futuro hogar no hice más que sacarle desperfectos. Todo me parecía más pequeño, más feo, con menos luz...Ese lugar que en un principio me resultó idílico, se tornó en una auténtica pesadilla.
¿Pero en qué estaba pensando cuando acepte esta casa?
¿Dónde están los metros cuadrados que me faltan?
¿Pero qué coño es esto?
Hablando más tarde con mi amigo Carlos, por lo visto es totalmente normal. Con el tiempo volvemos a ver las cosas buenas que vimos por primera vez. Pero hay un momento de transición en el que nos preguntamos qué carajo vimos en este antro por el que estamos pagando una buena suma de nuestro dinero.
Total, que una vez casi instalada me toca llevar las últimas cosas del trastero al estudio. Así que decido alquilar una mini van. Como una kangoo pequeña. Tenía unas cuantas cajas y la silla de ikea. El resto o a la basura o donado. Cuando llego a mi local de alquiler de coches de confianza el muchacho me dice, serio como un espárrago, que no les quedan mini vans, que solo hay furgonetas, me explica, de tamaño medio.
¿Eso qué quiere decir exactamente? 
No lo explico, mejor os lo muestro:



Ya sé que me llamaréis exagerada, pero cuando vi el pedazo de trasto a mi me pareció que eso tenía las dimensiones de un autobús de dos pisos. A ver, que yo conduzco un coche al que le llamo Pitufillo.
Ya había pagado la furgo, tenía reservado el trastero, no me quedaba otra.
Así que, temblando (que no es un estado muy recomendable cuando vas a conducir), me subí (sí, sí, me tuve que agarrar al techo y hacer esfuerzo porque eso estaba muy alto) a ese monstruo. El señor que me lo acababa de alquilar me pregunta, "¿todo bien?". Yo, con el desayuno en la campanilla asiento porque es que no me salen las vocales y mucho menos las consonantes.
No he conducido más alerta en mi vida. Ni tan despacio tampoco, ojo. 
Era como una ninja de la conducción. Cinco sentidos puestos en cada movimiento, cada giro y, especialmente, en cada túnel que entraba porque directamente no sabía calcular las dimensiones en pulgadas e ignoraba por completo si cabía o no. A ojo de buen cubero, que se dice.
Os juro me sentía Sylvester Stallone en la peli esa que conduce un camión por el oeste americano y se dedica a hacer pulsos en bares de carretera para sacarse unos dólares extras. "Yo, el halcón", creo que era. Para mí como si estuviese conduciendo un Iveco en vez de un Renault.
No sé cómo llegué al trastero, cargué la furgoneta, fui a mi estudio, descargué y devolví el auto de una sola pieza. 
Os juro que es un milagro no haber acabado como un cromo.

Así que aquí estoy, en mi nueva casa, sentada en mi nueva silla, frente al ordenador de siempre relatando mis aventuras y desventuras en esta ciudad. 
Ilusionada, acojonada, esperanzada, despierta, alerta y con las pilas puestas.
Espero que, como siempre, podáis acompañarme.
Esto promete...











Thursday, 5 June 2025

Sala de espera


 
Queridas y queridos, ¿a quién le gusta esperar?

Ya sea en la frutería, en un semáforo en rojo, en un avión, en la parada del autobús, en el paritorio, la noche antes de un exámen...en fin, que no, que no hay quien le agrade eso de hacer pasar el tiempo sin nada que hacer. Por eso una se pone a mirar el móvil, o se lleva un libro o escucha un podcast, que están muy de moda ahora.
Porque no hay peor sensación que perder el tiempo. 
El tiempo...
Ese que se nos va de las manos para no volver.
Yo si me pongo a pensar muy en serio esto del tic tac del reloj, me tengo que tomar un par de lorazepames para que el hámster que convive en mi cerebro deje de dar vueltas en su rueda de juguete.
Siempre en movimiento mental. Mi hámster y yo. Siempre intentando parar ese deseo irrefrenable de gritar...

Y qué mejor representación de esta desesperación que una sala de espera. Ese habitáculo estancado en un mar de tiempo. Un presente partido entre el pasado (cómo entraste) y el futuro (cómo saldrás). 
Como metáfora me sirve.
En ella me encuentro. En esa sala en la que una no sabe muy bien qué hacer. Si mirar por la ventana (si es que la hay) o mirar constantemente el reloj...lento, lánguido, eterno, daliniano. O dar un paseíto, seguramente poniendo más nerviosos a los que esperan como tú.

Porque ya está hecho. Ya he hecho todo lo que podía hacer. Y ahora toca...
Toca volverse un poco loca, no nos engañemos.
Es la naturaleza de mi trabajo.
Esperar...a una llamada, un mensaje, un email, una señal de humo. 
Porque tú ya has mandado todos los "queridos muy señores míos" y los "¿qué tal va todo?" posibles al inmenso mar, en pequeñas, diminutas botellas de cristal...y ahora toca. ¿El qué? Eso que estáis pensando, esperar.
Solo necesitas un "sí". Es cierto. Pero hasta que llega la afirmación...avemaríapurísima. A una se le conforma un nudo marinero en el estómago difícil de desliar. 
Así que, ¿que haces?
Lo que buenamente puedes. Escribes, pasas la aspiradora, vas a al gimnasio, cocinas, escuchas música clásica para que no te de un colapso, vuelves a pasar la aspiradora, chequeas los mensajes cada dos minutos, vuelves a pasar la aspiradora...y así en un círculo sin fin.

Alguno sí ha contestado. Pero en términos pero que muy vagos..."puede que haya algo en julio"...es decir, para julio no me acuerdo ni de tu nombre. "Me guardaré tu currículum para próximos proyectos"...ya te digo yo dónde acaba ese currículum que has hecho con tanto amor, en el cubo de la basura virtual. 

Así que como decía, me encuentro en la sala de espera. 
Me la imagino más que de médico, de casting de circo. Un payaso haciendo virguerías con un patinete y unas pelotas rojas de goma, el domador de leones leyendo el periódico mientras su león yace a sus pies pacientemente, la cantante soprano haciendo gorgoritos...y luego yo, que observo para luego contaros mis peripecias. 
Pero aquí no hay ni peripecias ni "peripecios". Hay tiempo, como ya he dicho, y poca, pero que muy poca paciencia.
Pienso que a lo mejor debía retomar el punto de cruz. Pero la última vez llené la casa de bufandas y gorros con hermosísimos pompones y estamos a mediados de junio como quien dice. No cuadra.
Pienso entonces que podría comenzar a meditar. Encender alguna de las velas que compré en Ikea como si no hubiera un mañana y que tengo aún por estrenar, ponerme una música digna del Himalaya y mirar a ver si estos saltimbanquis que tengo en la barriga bajan un poco el tonito.
Pienso que si no, podría escribir un cuento, o un corto, o, qué coño, ya puesta, un largometraje. Y en cuanto me siento frente al ordenador me entra una perecísima que no puedo con my life. Que lo escriba otra.

Total, que pasan los días, con sus respectivas horas, minutos y segundos, y yo sigo con un ojo de frente y otro de reojillo mirando el móvil por si llega alguna noticia de ninguna parte. Bizca perdida que ando, vaya.
Todo porque un día mientras estabas sentada en la butaca de cine te diste cuenta que había señoras y señores que se dedicaban a eso de hacer películas.
Qué momentazo.

Así que, a esperar toca.

Anda mira, una contorsionista...

Wednesday, 14 May 2025

Volver


Queridas y queridos,
Qué extraña es la vida a veces.
En ocasiones una está quieta, paralizada, en el sitio, mientras todo cambia a su alrededor. A cámara rápida viendo la vida pasar frente a ti como si fuera un tren, un rayo.
Y de pronto...
Te agarras al tren, al rayo, y eres tú la que va a toda velocidad.
Sin saber muy bien cómo, en un abrir y cerrar de ojos, te encuentras escribiendo este texto en tu nueva casa, en tu antigua ciudad, después de haber pasado seis meses currando en lo que te gusta, rectifico, lo que te apasiona.
¿Cómo ha ocurrido?
Supongo que como suceden las cosas interesantes. Con un paso, una decisión, un "y si..."
El paso fue llamar a antiguos jefes en Londres desde Coruña para ver cómo estaba el panorama. Sin muchas expectativas, la verdad sea dicha.
A la quinta llamada tenía curro para un par de semanas y estaba mirando vuelos solo de ida y habitaciones.
En menos de siete días tenía ambos.
Serendipia, lo llaman algunos.
Aterricé aterrada, sí, pero también, por primera vez en mucho tiempo, emocionada por lo que me deparaba el futuro.
Las dos semanas de trabajo se convirtieron en un mes, el mes en dos, y los dos meses en seis.
Y aquí el segundo paso, la segunda decisión.
¿Qué hacer? ¿Volver a estar parada o seguir en el camino?
No fue difícil. Fue natural, orgánico, como si nunca me hubiese ido de esta ciudad tan monstruosa como fantástica. Llena de oportunidades, de éxitos, fracasos, luces y sombras. Ciudad de la que salí huyendo y que hoy me acoge sin resentimientos. 
Mi ciudad, al fin y al cabo.
Volver.
A desesperarme por la locura de esta urbe, a hacer planes con antiguos amigos y la ilusión de crear nuevos. A aburrirme atrapada en el atasco de turno y cantar a voz en grito el hit del momento. A no saber a qué exposición, obra de teatro, concierto ir...demasiado donde elegir, escasos recursos. 
Volver a hacer picnics en London Fields, comprar plantas en el Columbia Flower Market, pasear por Victoria Park, cenar en ese vietnamita que se ha puesto de moda, nadar en los lagos de Hampstead Heath.
Volver a levantarme a las cinco de la mañana y no llegar a casa hasta las ocho de la tarde. No ver el sol. Gritar "acción" en un rodaje. Hacer videollamadas con la familia. Contarles cotilleos del set. 
Volver a llorar de rabia y llorar de la risa.
Volver a pensar que la vida merece la pena porque un día decidiste dar un paso. Un solo paso. Y ese paso te dio la vuelta a todo. Un mortal hacia adelante con el que sufriste al principio - eso poca gente lo sabe - pero, sorprendentemente, has conseguido caer de pie. Con la sensación de estar de nuevo en la casilla de salida, pero con otras motivaciones, otra actitud, otras herramientas, otros miedos, claro, otras esperanzas también.
Y de nuevo la incógnita, la interrogación. ¿Qué nos deparará el futuro? Supongo que en eso consiste la vida, en aventurarse, en ir paso a paso, poco a poco. Pararse cuando es necesario. A tomar aire, coger fuerzas, para luego seguir...


"Volver...con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien, sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra...tengo miedo del encuentro, con el pasado que vuelve, a enfrentarse con mi vida, tengo miedo de las noches, que pobladas de recuerdos, encadenen mi soñar, pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar..."



Thursday, 5 September 2024

Qué pienso cuando pienso en nadar

 

Queridas y queridos,

He vuelto a nadar. 

Hacía mucho que no lo hacía.

Cierto es que tengo la playa a tiro de piedra y, he de confesar que algún que otro día he intentado volver a la piscina del gimnasio.

Pero poco.

Sin embargo, esta vez he vuelto para quedarme.

Y os preguntaréis, ¿por qué? ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?

Todo a su debido tiempo. No nos adelantemos a los acontecimientos.

Me encanta nadar. 
Pero tiene que ser de determinada forma, eso sí. 
Lo más importante, diría que incluso esencial es que necesito tener música. Si no hay música, no nado. Es así de sencillo.
Miento, el otro día olvidé el mp3 acuático pero hice mis largos. Sin embargo fue la hora más larga de mi vida. Jesús bendito, qué aburrimiento.
La música me impulsa, me da ánimos, me distrae, me cambia el humor. Con ella vuelo, imagino, creo. 
Así que una vez puestos los cascos incrustados en los tímpanos para que no entre agua, me pongo mi gorro de colores. Siempre elijo, eso sí, bañadores oscuros que, dicen, estiliza mi figura, porque a menudo tengo miedo que alguien me pregunte "¿de cuántos meses estás?" Así que para compensar, mi gorro, como digo, la mismísima feria de Abril, como lo son las gafas. 
Escupo en el interior de los cristales para que no se cree vaho al ponérmelas. Un truquillo de mi padre, aunque a mi amigo Xavi casi le da un parraque cuando se enteró de lo que hacía. "Tía Pau, que en el Decathlon venden sprays anti-vaho, por dios". A mi lo de la saliva me funciona, así que por ahora así seguiré.
Por cierto, hay que ver la cantidad de artilugios mágicos que venden en el Decathlon, ¿no? 
No me patrocinan, pero deberían. Te vas a por unas mallas y sales con dos carritos a rebosar de cosas que, obviamente, son esenciales, pero que podrías vivir sin ellas, no nos engañemos.
Dicho esto, es el momento de ponerte las aletas y el tubo que te has comprado...¿dónde?...¡en el Decathlon!
Y me diréis, ¿para qué? ¿por qué?
Las aletas porque vas más rápido, ejerces más fuerza y haces más largos.
El tubo es porque nadando a crol, puedes dañarte la espalda y yo la tengo llena de pinzamientos y contracturas. Así que con el tubo tu cabecita está quieta, y con ella tus cervicales. Voilá.

El agua siempre ha estado conectada a mí. 
Apesar de ser un signo de aire, Géminis, es meterme en el mar o en una piscina y me relajo. Le pasa a mucha gente. 
Pero yo además tengo un secreto. Bueno yo, y tod@s l@s gord@s del mundo, y es que, como es obvio, pesamos menos en el agua, así que el ejercicio es mucho más fácil para nosotr@s y para nuestras articulaciones y huesecillos.
Soy como el personaje de Bill Murray en la peli Lost in Translation viendo culos botar dentro del agua.
Mi psicóloga, de hecho, desesperada para que hiciese algo de ejercicio, me mencionó hacer aquagym. 
Ya he estado en esa clase. Ya he sido uno de los culos del bueno de Bill, y no es para mí. Por youtube he visto monitores que se dejaban el alma en esa hora. L@s alumn@s encantad@s, obvio. 
¿Mi monitora? Mi monitora preferiría ahogarse en la propia piscina que darnos una clase. Lo juro.
No hay nadie más desganada que ella. L@s abuelill@s no le ponen mucho ímpetu, es cierto, les va más bien lo de cotillear y no, como debería ser, mover el esqueleto.

Así pues, no me quedaba otra que coger mis artilugios de motu propio, ir al gimnasio, despelotarme, ponerme el bañador e irme con mis bártulos a la piscina a pelearme por una calle. Porque están más caras que un piso en la zona del Barrio de Salamanca de Madrid. Ahí a pegarse todo el mundo por una esquinita. No hay reglas. El que llega antes tiene preferencia, y los abuelos, que tienen más morro que espalda, se ponen a nadar con el churro entre las piernas. Esta frase puede haber quedado un tanto distorsionada. Me refiero al spaguetti acuático que se usa para flotar y que se pone entre las piernas mientras uno nada a velocidad caracoliana. Yo no es que sea Michael Phelps precisamente, pero vamos, con las aletas le doy ritmillo al asunto, y claro, paso al abuelo cada dos por tres. Y él te pone caras, porque le estás salpicando (obviamente), así que te mira en plan "no tienes respeto a los mayores" y yo le miro en plan "abuelo, no haberse puesto en mi calle".
Ya digo, esto va a acabar peor que West Side Story

Empecé nadando lo mínimo posible. Veinte largos a crol, diez a espaldas y diez a braza. Todo por variar un poco. No llegaba a la media hora. Tampoco es que me doliese nada o no pudiese nadar más. Era más bien que no había motivación. Me parecía que treinta minutos eran más que suficientes.

Hasta que pasó lo que pasó...

Y tras lo que pasó, tenía otro andar, otro ponerme las gafas, otra energía. 
Sabía que tenía que hacer más, que ser más, si quería llegar a dónde quería llegar.
No solo aumentó mi potencia de brazada, sino que hice más largos, todos a crol, que son con los que estaba más a gusto. Primero subí a cuarenta, y luego a cincuenta. Si tenemos en cuenta que es una piscina de 25 metros de largo, hago casi dos kilómetro todos los días.
Esto no siempre ha sido así. 
Ya digo, ha habido una evolución.
Voy a ser totalmente sincera con vosotr@s: a mi me han llegado a empezar a doler las lumbares después de andar cinco o diez minutos en recta, ni siquiera cuesta arriba.
He tenido que parar, estirar y seguir. Así cada diez minutos.
Obviamente, no estoy orgullosa de ello. Pero tampoco me escondo. Tengo una enfermedad contra la que estoy luchando con uñas y dientes.
Mi mente me juega muy malas pasadas. Es negativa y voraz con el poco optimismo que tengo al nadar. Siempre he dicho que yo soy mi peor enemiga. No hay nadie que me diga peores cosas que yo misma. Es como un tiburón que le da igual qué devorar. Lo mismo le da mis pensamientos, que mi autoestima, que mis propios logros. Es una máquina trituradora de esperanza. 
Sin embargo, desde que pasó lo que pasó, mi mente está más clara que nunca. No digo yo que no vacile de vez en cuando entre el tiburón y el delfín. Pero últimamente es el cetáceo amable el que acompaña mi cabeza. Con palabras de ánimo y frases motivadoras. 

Y como la ley de murphy siempre tiene que aparecer cuando mejor le va a una, llego un día al gimnasio y leo que cierran la piscina durante una semana. 
¡¡¡¡¿¿¿¿Una semana????!!!! 
Que diréis, bueno Pau, no seas "drama queen", son siete días...bueno pues a mí como si me hubiesen dicho siete años. Ahora no podía parar. Ahora, justamente, no.
Así que se me ocurre lo que hace unos meses ni se me pasaría por la cabeza.
¿Y si me apunto a alguna clase del gimnasio?
Lo primero que pienso es que soy incapaz, con este peso, este cuerpo y, sobretodo, esta cabeza.
Pero no me queda otro remedio.
He de decir que me podría haber apuntado a yoga o pilates, pero me siento como una patata andante en esas clases, no puedo. 
Así que, como no podía ser de otra manera, me apunté a una de las clases más fuertes del gimnasio. En este caso, "Fitpower", que ya solo con el nombre acojona. 
El día en cuestión aparezco casi quince minutos antes de la clase como un auténtico cervatillo. Aquí, Bambi, no sabía dónde se adentraba.
A las diez en punto de la mañana, entra la gente a mansalva a la sala y empiezan a coger pesas, barras, mancuernas, esterillas...como auténticos caníbales. Era la ley del más fuerte. Como yo obviamente no era una de ellas, acabé en una esquina, con los restos de lo que quedaba tras el batiburrillo de gente dándose de leches. 
Y ahí empezó mi calvario personal. Barra a los hombros, al son de una música tecno insoportable y a decibelios muy por encima de lo permitido, creo yo, nos dispusimos todos como si fuéramos un ejército, y no meros seres humanos, a matarnos a sentadillas.
Que si coge las mancuernas, que si ahora la barra, que ahora al suelo a hacer flexiones de brazos, que ahora de pie a trabajar los hombros...
Después de cincuenta minutos estaba como sacada de la mismísima piscina. Me sudaban hasta las cuencas de los ojos.
Pero lo había hecho. Lo había superado. Lo había conseguido.
Al llegar a casa me puse a pensar (peligroso, lo sé). Y me dije, ¿y si mañana me apunto a otra clase? Miré y había "Zumba". Muchos sabéis las aventuras y desventuras de esta modalidad (ver post "Zumba en el Infierno"). Pero me dije, ¿por qué no?
Así que fui, y mi cadera y yo sobrevivimos.
¿Y si al día siguiente hacemos "Bodybox"?, ancha es Castilla, me dije.
Pues vamos, y sobrevivimos de nuevo.

Mi cuerpo grita, chilla, me mira como diciendo "¿pero qué me estás haciendo?"
Pero ya no puedo parar.

Volveremos a la piscina la semana que viene, por supuesto. Pero también a las mancuernas y a las barras. Y a la bachata y a la salsa. Y a los puños.

¿Pero por qué?, me volveréis a preguntar. Paula, ¿por qué este cambio?

Es sencillo, pero muy complicado a la vez. 

Os lo diré:

Resulta que hace unos semanas una niña a la que adoro quiso jugar conmigo a la pelota. Y no pude. Fui, literalmente, incapaz.

Ella, en su inocencia, no entendía cómo su madrina, aparentemente fuerte, podía levantarla en brazos como si fuera una pluma pero era incapaz de recorrer veinte metros corriendo.

"Eres fuerte Maína, ¿por qué no puedes correr?", me preguntaba inocentemente mientras me regateaba con la pelota.

Cómo le explico que no puedo porque estoy gorda, porque tengo una enfermedad que me está matando, porque es lo que más quiero hacer en este mundo, pero, simplemente, es que no puedo.

Así que, ¿qué pienso cuando pienso en nadar?

Muy sencillo.

En que algún día podré correr con ella por la playa con una pelota a los pies.
Que nos columpiaremos en el parque.
Que saltaremos en unas camas elásticas.
Que jugaremos a las palas.
Que echaremos una carrera y puede que, incluso, hasta la deje ganar...


Saturday, 24 August 2024

Lleno, por favor


 Queridas y queridos, tod@s, en un momento dado hemos querido ir de un sitio a otro. En este caso en particular, una quería llegar a Ortigueira, pueblo a una hora y cuarto de Coruña. 

Andando, corriendo, en bici, en patines o, en este caso, en coche.

A ver a una amiga o amigo, un mercado, un festival, o, en este caso, a unos familiares muy queridos.

Pues bien, no sé qué pasa con estos viajes que siempre me ocurre algo.

A ver, tampoco digamos que sea una oh sorpresa, que a la Pau le sucedan cosas. Pero es que además todo transcurre en una localidad de Coruña llamada Miño. Por la cual, como su nombre indica, efectivamente, pasa el río Miño

Y estaréis pensando, ¿pero qué nos estás contando?

A eso voy.

Ansiosos.

Como much@s sabéis, una servidora lleva ya unos años viviendo en Coruña. Allí, en su aldea, hace su vida. Ya sea escribiendo, dando clases de inglés a niños o trabajando en algún que otro "trabajo lenteja" (léase post anterior). No nos engañemos, el año entero transcurre deseando que sea verano. Este en concreto tenía muy buena pinta. Por un lado, Patri, tu mejor amiga de Coruña que se ha mudado a Madrid, va a pasar julio y agosto en casa con sus padres y voy a poder verla. Por otro lado, mi hermana Alex y mi hermano Borja visitan Ortigueira un par de semanas. Si tenemos en cuenta que una está en Dublín y el otro en Zurich, vernos, lo que se dice vernos, no nos vemos mucho.
Así que, efectivamente, una vez al año al menos, una servidora se coge el coche y va a pasar el día a Ortigueira para estar con sus hermanos y sobrinos.

El año pasado fui en el coche de mi madre. Un opel corsa negro tres puertas que, en comparación con mi coche, el pitufillo, chupa gasolina que da gusto. El caso es que, con mi musiquita a todo volúmen y las dos ventanillas bajadas, me creí Thelma o Louise. 
Mamarracha más bien...
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
El caso es que iba más feliz que una perdiz. Me encanta conducir. Esa sensación de libertad, de vivir el presente, de que todo es posible. Un tanto dramática, lo sé, pero es que me gusta darle al pedal que no sabéis. 
Llegar llegué a mi destino. Ortigueira. Aunque según mi hermana un par de horas tarde. Creo fervientemente que el tiempo se mide de distinta forma cuando una tiene hijos y otra no. Supongo que yo iba con el pavo, observando los montes, cantando la canción de la radio a voz en grito...mientras que ella miraba el reloj jurando en arameo y pensando dónde se ha metido la alcaparra de su hermana, con sus dos hijos, Jorge y Martina, dando por saco preguntando dónde está "la maína" (o sea yo).
Total, que por fin aparezco. 
Con mi bolsita de regalos y una sonrisa de oreja a oreja. Porque veo a mi gente, a mis "niños", a mis peques. 
Pasamos el día en la playa, y la Pau se transforma en una niña más. Invadida por el espíritu del mismísimo "Peter Pan", hacemos castillos, me tiran agua (no solo encantados, sino un tanto histéricos al ver que alguien se deja hacer esas perrerías), saltamos las olas y reímos sin parar. A la tarde, cañita para los mayores en el chiringuito de enfrente y helado para los niños. 
No puedo ser más feliz.
Pero todo pasa, es efímero, incluso lo más bonito del mundo y, ya casi de noche, me despido de la pandilla y me voy de camino a Coruña.
Marcho encendida, llena de amor, de cariño y de abrazos...
Y entre tanta nube, y unicornio, me doy cuenta que casi estoy en reserva de gasolina.
Ostras, pues en la siguiente gasolinera, ¿no?
Pues en teoría sí claro, porque tu maldito gps te lleva por toda carretera comarcal que huela a su paso y gasolinera que hay, gasolinera que está cerrada. Miras la hora, son casi las doce de la noche con la tontería. 
¿Y ahora qué haces?
Te planteas apearte en cualquier pueblo y buscar un hotel, pero por alguna razón que aún no entiendo, no lo hago. Así que, como si no estuviese gastando gasolina a cada minuto, sigo conduciendo. Llego incluso, a la autopista.
Hasta que entro en pánico. La luz de reserva se enciende y me mira impertérrita, como diciendo "¿y ahora qué, bonita?". 
Joder, joder, joder.
Miro el móvil, me estoy quedando sin batería.
Coño, coño, coño.
Giro dramático de los acontecimientos.
Sé que son unos pocos kilómetros hasta casa pero no sé cuánto me va aguantar el coche. 
De pronto leo, Miño. Que, no solo es un pueblo sino que tiene una gasolinera cerca. 
Ya está hotelito y mañana será otro día.
Aparco. Ya he estado allí así que la familiaridad del lugar me relaja. Escucho música en la lejanía.
Le dejo un audio a mi hermana y a mi madre para que no se preocupen. Se me acaba la batería.
Me acerco hacia la música...una orquesta canta "Fiesta pagana" de Mago de Öz a unos quince feligreses que tienen más pinta de guiris que otra cosa. 
Intento no pensar mucho en este cuadro picassiano.
Pregunto a un camarero si hay algún hotel y me indica que a unos cien metros en la acera de en frente.
Me dirijo allí, no es el Palace, pero da el pego. Ya estoy soñando con una ducha para quitarme el salitre y limpias sábanas blancas de algodón.
Allí, en la recepción, está Iago. Que no es que le conozca sino que es lo que pone en su camisa. 
"Iago, ¿no tendrás una habitación por algún casual?" Me mira, sonríe, y me dice, "creo que nos queda una". Yo estoy a punto de ponerme a llorar de felicidad. 
Hasta que...
"Uy no", comenta Iago. "Justo la acaban de coger, es verdad. Es que en fin de semana esto se llena, claro. Además, es el único hotel de la localidad". 
Ahora sí que me voy a echar a llorar, pero de desesperación.
¿Y ahora qué hago?
Pues lo único que puedo hacer. 
Volverme al opel corsa de mi madre, sentarme, echar el asiento para atrás, esperar a que lleguen las 7 de la mañana que es cuando abren la gasolinera y rezar para que no me pase nada.
No pegué ojo claro. 
Entre los nervios, los ruidos extraños, y el cantar de la orquesta, creo que dormí en total 45 minutos. 
Eso sí, a las 7 en punto estaba en la gasolinera de Miño. Allí, una soñolienta dependienta me dio los buenos días. Yo, que estaba a punto de explotar si no le contaba a alguien lo que me había pasado, le relato con todo lujo de detalles a esa pobre señora que tenía pinta de no haberse tomado aún el café de la mañana. 
Ella me mira.
Me observa.
Hay un silencio...
"Tú sabes", me dice con un tono de extrañada, "que hay un dispensador de gasolina que puedes usar toda la noche pagando con tarjeta, ¿verdad?".
Diosito mío, tierra trágame, que me he pasado la noche en Miño cuando podría estar perfectamente en mi cama, en mi casa, en mi pueblo.
"No", le digo.
"Pues, filliña, lo tienes en el cartel de la gasolinera puesto"...

Esta historia se me quedó, como es lógico, pegada al cerebelo. No solo por la aventura, que ya de por sí es tela marinera, sino porque demostraba lo "carajota" que podía llegar a ser. Despistada, es poco. Yo en mi mundo, a mi ritmo, como diría mi ahijada Martina.

Pues bien, al siguiente verano, de nuevo mi hermana, hermano, y churumbeles, pasaban sus días en la localidad de Ortigueira. 
"La maína", obviamente, tenía que ir a ver a parte de su querida familia. Estamos, como he mencionado, a hora y cuarto. ¿Qué puede pasar?
Esta vez una servidora se despierta tempranito, coge su coche, el pitufillo (un toyota inglés, sí, inglés, azul metálico), va al bazar a comprar algunas cosas para los niños, y comienza su feliz viaje.
Como la Pau no es tonta (ya comprobaremos que sí, lo es), y no tropieza dos veces con la misma piedra (veremos cómo puede escoñarse con el mismo trozo de granito cinco veces seguidas), decide llenar el depósito porque no le va a pasar lo mismo que el año pasado. No, señor.
Así que, nada más salir de Coruña, para en la primera gasolinera que ve.
Cuando llega, no hay ni un coche, ni una moto, ni un camión. Pero a ella le gusta ir contracorriente y se dice, "bueno, será la hora" (por ejemplo). 
Y aquí llega el momentazo.
El antes y después.
La Pau se pone delante de los surtidores y lee de izquierda a derecha "diesel, 98, 95, gasóleo". 
Su razonamiento fue el siguiente: "si diésel está a un extremo, la gasolina estará en el otro extremo. Y los dos de en medio serán gasolinas más caras". Pau, que está más pelada que una rata de cloaca, cogió la manguera de "gasóleo" y llenó, con todo su papo, el pitufillo.
Al entrar para pagar, el dependiente y un señor con un tinto en la mano (recordemos, eran las 10:30 de la mañana aproximadamente...la cosa olía mal desde el principio), dejan de hablar y me observan mientras pago el fuel. 
Me voy a mi pequeño coche. Lo arranco y salgo dirección a Ortigueira con la sensación de que era la ama del lugar. Mis regalitos para los niños, mi música a tope, ventanilla bajada y el depósito lleno.
Nada me iba a amargar este viaje.
Hasta que llegaron los ruidos....
Al principio suaves y distantes.
Pero una conoce su coche como la palma de su mano, y sabe que esos ruiditos no son normales.
A continuación llegan los "clic, clic" y los "pum, pum".
Ahí me acojono.
Intento meter quinta pero el coche me va más despacio.
Y ahí, en ese preciso instante me doy cuenta.
Virgen santa, que no le he echado gasolina...
Empiezo a "paniquear".
¿Ahora, dónde coño paro?
No hay más que viaductos y más viaductos. Y túneles a go gó.
Sigo, y sigo y sigo. Sigo lo que parecen siglos y siglos.
Hasta que de pronto, como si un haz de luz se posara en la señal y unos ángeles cantaran, leo, "Gasolinera Miño".
Paro en ella y entro en la tienda. Allí, la señora del año pasado me mira con curiosidad.
"¿Es gasóleo gasolina?", pregunto sin aliento.
"No, es diésel." Me responde aún mirándome como si quisiera ponerme en algún sitio en su cabeza.
Joder, joder, joder.
¿Y ahora qué hago?
Esta vez tengo batería en el móvil (no la vas a tener, si casi ni has salido de Coruña, so pava) y llamo a mi madre. Histérica. Descompuesta. Que se note bien que tengo 45 tacos como 45 soles.
Mi madre me calma enseguida, y me dice que llame a una grúa a través del seguro de coche y que me recogerán en un tris. 
Efectivamente, a los 30 minutos casi exactos tengo a Manolo con su grúa que no hace más que chillarme...
-"¡Que dejes el coche en punto muerto!"
-"¡Que llames al seguro ya para que te llamen a un taxi, que si no te tarda una hora!"
-"¡Que necesito las llaves del coche, hija, que si no a ver qué hacemos!"
En uno de esas le digo que por favor no me grite. Él que se da cuenta que no ha hecho más que regañarme desde que llegó me mira y me dice, "es que soy tenor, tengo la voz muy alta, disculpa". Cierra la puerta de la grúa y se va.
Ya sin Manolo, espero al taxi que me lleva a casa. 
No son ni las 12.30.
"¿Qué hago?", le pregunto a mi madre al llegar. 
"Coge mi coche", me contesta.
Con dos pares.
Vamos, yo no me dejo a mi misma el coche ni de coña.
Pero ella sí.

Son las 12.40 y estoy en la autopista de camino (de nuevo) a Ortigueira, pasando (de nuevo) por los mismos lugares por los cuales acabo de conducir.
Pero llego a Ortigueira, y los abrazos y besos de mi gente me compensan todo el estrés.
Nos vamos de nuevo a la playa después de comer. Y allí la Pau vuelve a convertirse en la niña que fue alguna vez y juega al fútbol, a las palas, a waterpolo. 

Llegan las despedidas.
Mi hermana se emociona y mi ahijada, como comprendiendo al ver a su madre que no me va a ver en un tiempo, se echa a llorar también. Solté todo lo que tenía en las manos y la cogí en brazos.
"¿Sabes que te quiero con locura, verdad? Te quiero mucho, mucho, mucho. Y vamos a hacer más videollamadas y voy a ir a verte a Dublín, ¿vale?"
No solo noto como asiente, sino cómo mi camiseta se moja por las lágrimas de esa niña a la que adoro.
La bajo al suelo, y hacemos nuestro saludo secreto. 
Yo no lloro.
Hasta que me monto en el coche y les tengo lejos. Entonces sí.

Al salir de Ortigueira hay un campo que se extiende montañas y montañas llenas de molinos eólicos. Anochecía entonces. A un lado el sol se ponía en el horizonte. ¿Al otro? Al otro un cielo azul y morado cubría como una manta. Y los gigantes, mientras, hacían su ruido sigilosamente. 

Con todo el miedo del mundo, paro en una gasolinera. Esta vez no me la tengo que poner yo, menos mal.

Y yo. Yo iba con el depósito lleno.



Saturday, 10 August 2024

Paulímpica


 Queridas y queridos, yo podría haber sido deportista olímpica. 

O al menos es lo que pienso cada cuatro años.

Es ver el mínimo atisbo de cualquier deporte en la televisión y pensar...esa podría haber sido yo.

Pensaréis, "estás de broma, ¿no?"

No puedo decirlo más en serio.

Lo que algunos no sabéis es que como buena géminis que empieza todo y no acaba nada, he practicado en algún momento de mi vida casi todos los deportes olímpicos. Y los que no he practicado, creo fervientemente que lo podría haber petado si me hubiese dado la gana.

Pongamos como ejemplo la gimnasia artística. Nunca lo intenté pero, tumbada en el sofá, mando a distancia en mano mientras veo a Simone Biles hacer su tripe Tachenko con milimétrica perfección, me digo, eso lo podría haber hecho yo. Y lo pienso conscientemente. De hecho si te fijas un poco verás cómo una servidora hace esos movimientos "artísticos" de mover las manos como si espantaran una mosca mientras barro mi cuarto. Ya lo del triple Tachenko, para otro momento. Eso sí, practicas el saludo de entrada y salida al aparato y te sale que ni la Comaneci.

Sí que probé la gimnasia rítmica de pequeña. Tuve pelota y cinta propias y todo. ¿Para qué? Nadie lo sabe. Bueno sí, porque la niña se emperró en que quería ser gimnasta. Sin embargo dios me dio muchas cualidades pero la elasticidad no fue una de ellas. Mientras tanto, mi hermana Alex se contorsionaba como si fuera un pretzel, mazas en mano incluidas. Tupendo.

También hice natación. De hecho gané algún bronce en los campeonatos que se hacían en la piscina de la urbanización de casa de mi padre. Estamos hablando de niñas y niños de siete u ocho años sí, pero la lucha por el metal era encarnizada. Había ceremonia de medallas y todo. 
Luego llegaron las clases oficiales de natación después del cole y ahí se jodió todo. Porque, ¿qué futura nadadora va a tomar lecciones para perfeccionar su estilo de crol?, papanatas. No, mejor entrar en los vestuarios y quedarte la hora con tu amiga Violeta haciendo pellas. Es de cajón. 
Así que ahora son las olimpiadas de París y da la casualidad que vas a la piscina lunes, miércoles y viernes. No solo eso, eres un flipada y te has comprado unas aletas, gafas, mp3 acuático y tubo. No es coña. Así que te pones a dar largos que te crees Katy Ledecki, pero para cuando te quieres dar cuenta, tienes las gafas empañadas y entra más agua por el tubo que sale aire. Así que ni ves, y encima te ahogas ante la atónita mirada del de la calle de al lado. 
Y piensas en las pellas, en Violeta y en lo que pudo ser pero no fue.
Por supuesto también crees que no te habría ido nada mal en el salto sincronizado de la plataforma de diez metros. Todo porque sabes hacer un mortal hacia atrás en la piscina de tu casa, no nos engañemos. Eso sí lo de pensar en el vértigo que te entra de pensarlo, mejor otro día. 
Y obviamente podríamos haber formado parte del equipo de natación artística con Gemma Mengual. Y me preguntaréis, ¿y eso Pau? ¿Qué te hace pensar que podrías haber respirado el mismo aire? Primero por edad, somos casi de la misma generación. Segundo porque de toda la vida he podido hacerme un largo entero sin salir a respirar ni una vez. Esto es básico. Tercero porque mi hermana Alex y yo hacíamos coreografías en la piscina todos los veranos. Y, por último, porque me encanta la música. Yo lo veo bastante clarinete, no sé vosotros. 
Pero claro, no se dio. 
Una pena.

Lo que sí se dio fue la hípica. Como lo oís. Una pudo llegar a dar brincos con su corcel por todo el mundo. 
Resulta que con seis años mi madre me llevó a clases de montar a caballo. Una, que es más ansiosa que Mario Vaquerizo puesta hasta las cejas, no aguantó ni una hora dando vueltas en el picadero cuando ya pedía salir al campo a dar trotes con los mayores. 
Obviamente, todo el mundo se negó. Pero yo, que soy más densa que el aceite, después de insistir hasta la saciedad, logré mi objetivo. Un día, y con mi madre aceptando a regañadientes, el monitor me preparó a "Trueno". Un caballo marrón oscuro como el chocolate, brillante, al que le llegaba por la rodilla y con la mirada avispada como él solo. Yo, me quedé dubitativa. ¿Y mi anciana yegua blanca de siempre? ¿"Siete"?. "Está malita", me dijeron. Así que una servidora, con sus nuevas botitas hípicas y una vara más larga que ella, se montó en ese pedazo de penco. 
A los hechos me remito:

Nos adentramos por el camino que nos llevaba al recorrido habitual. Feliz como una perdiz, me creí una amazona y, sin querer (o queriendo, aún no queda claro), le di levemente a Trueno con la vara. Como si se hubiese estado conteniendo hasta entonces, él (y yo, obviamente) salimos despedidos al galope ante la atónita mirada del grupo. Galopar, sabía galopar, pero a ver quién frena al rocín hecho de fibra pura y dura. Cuando ya pensaba que llegaríamos a Albacete, de pronto apareció el monitor y con todo su arte y un "Sooooooo" profundo, nos paró a los dos. Mi madre, detrás, al momento con cara descompuesta y un tic en el ojo izquierdo. ¿Yo? Yo sonriente quería hacerlo otra vez. Y otra, y otra vez.
Sin embargo, un hecho truncó mi oro olímpico: había que levantarse todos los domingos a las ocho. 
Y por ahí una no pasa.

Me bajé del caballo para subirme a unos patines. 
Hay dos clases y yo probé ambos, cómo no.
Por un lado comencemos con los de rueda. Mi madre, con, digamos, cierta frustración de niñez por no haber tenido unos patines propios en su vida, me llevó a una de las mejores tiendas de Madrid y allí compró un par de botas blancas impolutas como la nieve con sus cuatro relucientes ruedas amarillas cada una. Bolsa azul marino con asa larga para llevarlas incluida. 
Así que, totalmente equipadas nos fuimos al polideportivo a...básicamente agarrarnos a la barandilla para no rompernos las paletas porque ninguna de las dos teníamos ni pajolera idea de patinar. Eso sí, si con ocho años cuentas con unos patines nuevos en los pies y una pista para casi ti sola, te sueltas de la barandilla a los cinco minutos. Porque es lo que tiene ser pequeña, no hay límites ni miedos, tan solo ese subidón de adrenalina y ese "mira mamá, sin manos". Así que, de nuevo, mini Paula se lanzó a patinar como si no hubiese un mañana. Si me caía, pues me levantaba, y volvía a intentarlo. Sin ningún tipo de complejos ni temor.
Viendo que esto de patinar triunfaba pero que, de nuevo, la niña se empezaba a cansar de hacer lo mismo durante una hora, mi madre nos apuntó a clases de patinaje sobre hielo en la estación de Chamartín de Madrid. Ojo cuidado con estos datos que son nostalgia pura y dura. 
Efectivamente había una pista de hielo en el primer piso de la estación de trenes en los años ochenta, y allí que nos fuimos las dos. En las clases aprendí a hacer ochos, a patinar de espaldas y hasta a cogerme la pierna y ponérmela a la altura de la cabeza como si me estuviesen puntuando.
Pronto, la nube del aburrimiento comenzó a sobrevolar la cabecita de mini Paula y, mientras mi madre practicaba religiosamente, yo me despistaba con una mosca o con cualquier niña que estuviese en mis mismas circunstancias, hasta el cogote de dar vueltas sobre su propio eje.

Fue entonces cuando llegó la noticia: mi madre y yo nos íbamos a Estados Unidos dos años. 
El primer año fue bastante tranquilo en cuanto a deportes se refiere. A ver, ya tenía suficiente con entenderme con el resto de mis pequeños compañeros y aprenderme el himno nacional.
Ah pero el segundo año...el segundo año parecía que era año de Europeo, Mundial y Olimpiadas. Hubo de todo. Y cuando digo de todo, es TODO.
Empecemos con que me podría haber convertido en la nueva Saúl Craviotto.
Un día mi madre me dice que nos vamos a ir un grupo de amigos de ruta, a la playa, a hacer senderismo. Todo correcto. A día de hoy no entendemos en qué momento a mi madre le pareció buena idea que yo, con diez años recién cumplidos, me uniese a la expedición de rafting que iban a hacer todos. No os penséis que mini Paula se achantó, ¿eh? Me pedí ir de las primeras. Y que nadie se crea que íbamos de turismo por aguas mansas, no señoras y señores, bajamos las aguas bravas en una balsa que eso parecía la peli Río Bravo. Eso sí, mini Paula contaba con un chaleco salvavidas, una pala con la que no tenía ni puta idea qué hacer con ella y un consejo del monitor, "si os caéis al agua, doblad las rodillas, no vaya ser que se os atasque una pierna entre las rocas y os ahoguéis". 
Sssssstupendo.
Así que mini Paula, en primera fila bajó el río dando más botes que en una atracción de feria. La madre detrás, preocupada de que su hija saliese disparada como un cohete.
Cuando por fin llegamos a aguas más calmadas, mini Paula tenía la mandíbula desencajada de la sonrisa. 
Pero claro, ese no iba a ser el plan de cada fin de semana. Para alivio de mi madre, y decepción absoluta de mini Paula.
Intentando olvidarme del rafting, me apunté a atletismo única y exclusivamente por dos razones. Mi mejor amiga del colegio, Audra, también se apuntaba, y porque mi madre me compraría unas zapatillas de deporte nuevas. Sobra decir que si estas son las dos únicas razones por las cuales me uní al equipo, ya sabemos que poco iba a durar. Pero como yo era Antoñita la Fantástica, y con mis relucientes Asics moradas y rosas a mis pies, me presenté a las pruebas del cole pensando que, obviamente, sería la nueva Florence Griffith. Mini Paula daba por hecho que su prueba era la prueba reina, la de los 100 metros lisos. Mini Paula, en un estado delirante, se creyó princesa del viento.
Mini Paula se pegó una ostia, metafórica y literalmente, que casi se deja los meniscos en el suelo de la pista de atletismo.
Mini Paula fue relegada a los 400 metros. Prueba que odiaba y en la que quedaba última en todos los eventos a los que se presentó.
Eso sí, al siguiente semestre pude resarcirme del trauma y me admitieron en el equipo de animadoras de baloncesto. Que no es un deporte olímpico pero que queda muy chulo.
Ea.

Y hablando de baloncesto, el verano que llegué de Estados Unidos y volvía al Ramiro de Maeztu, cuna del equipo del Estudiantes, anuncié a bombo y platillo que quería hacer las pruebas para ser jugadora. 
Mi padre, emocionado, compró una pelota de baloncesto y a finales de agosto, cuarenta grados a la sombra, nos echábamos unas pachangas en las cuales me machacaba. Que vosotr@s diréis, joder, que eras mini Paula de doce años. Te podría dejar ganar de vez en cuando. Pero es que a los Cañas no nos gusta perder ni a las canicas. 
Así que en septiembre me presenté a las pruebas que hacían para la cantera del Estudiantes. Ya había jugado en infantiles, antes de Estados Unidos, pero Mini Güini Paula de seis años no sabía ni botar la pelota en condiciones.
Esto era mucho más serio. Estamos hablando de juveniles. Amos, no hay comparación.
No solo entré, sino que me pusieron en Juveniles A, que no B ni C.
¿Sería este el deporte que mini Paula elegiría para ser "Paulímpica"?
Para nada. 
Porque mini Paula, que ya de mini tenía bien poco, descubrió el calimocho y las malas compañías y se cagaba, literalmente, en los entrenamientos. Tanto, que la pillaron cogiendo un atajo mientras hacía un circuito con otras cuantas, pero ella de cabecilla, claro. Tampoco ayuda que en uno de los primeros partidos oficiales metiese un balón en canasta propia pensando que era su lado. Estas cosas nunca ayudan. 
Al año siguiente fue relegada a Juveniles B y de ahí, poco a poco, su estrella se fue apagando.

Luego llegaría la universidad, la independencia, el tabaco, los porros y el teatro. Cocktail molotov, sin duda alguna.

Me dejo más deportes, no os creáis. Como el windsurf que hice un par de veranos con mi madre y en el que fingía esguinces para no tener que hacerlo. O el body boarding que se me ocurrió probar un año, con la consecuente galleta contra la arena, obviamente. O el fútbol, deporte que tan sólo jugué una vez y logré meter un gol. Ni Putellas.

Por eso, cada cuatro años veo a esas diosas y esos dioses del Olimpo y me digo...yo podría haber sido una de ellas.
Sin embargo Mini Paula y la Paula del presente saben perfectamente que para ser atleta de élite hay que tener cierta pasta. 

Y a mí siempre me han gustado más los tortellini, qué le vamos a hacer.

Siempre me quedará presentarme a la categoría de breakdancing...ahí aceptan a cualquiera por lo visto.








Friday, 24 May 2024

Los trabajos lentejas



Queridas y queridos, ha sucedido.

Yo no quería. He luchado con uñas y dientes. Pensé que ya me había librado. Que todo había quedado atrás. Que había llegado al podium y que ya no habría quien me bajase de este.

Qué equivocada estaba.

Ha vuelto. Sin avisar. Sin anunciarse apenas, un zasca en toda la cara a mano abierta.

El trabajo lentejas.

¿Que qué es un trabajo lentejas?

Aquel que no queda más remedio que coger cuando el de tus sueños lo tienes que aparcar durante una temporada,  por múltiples y diversas razones que ahora no vienen a cuento.

Efectivamente, un compendio de elementos se han unido y alineado para que, una servidora, acabe cobrando ocho euros la hora de nuevo. 

Os cuento...

Aquí una ilusa, se las creía a salvo, con sus ahorros metidos en el banco cuan Tío Gilito. Pero, ¿qué pasa? Que el dinero  no se reproduce en el tiempo si se gasta, oh sorpresa, si no que desaparece, casi por arte de magia.

Así que un día te encuentras con la cuenta tiritando, intentando salir de una depresión, con la ansiedad por las nubes, un trastorno alimenticio y con cero trabajo en rodajes de cine desde hace casi dos años. Hay que hacer algo, lo que sea.

Trabajar en una peli no podemos por diversas razones. Ha explotado la mayor huelga en el cine en Hollywood (recordemos que yo vivo de ellos), la ansiedad ya citada te sube hasta el ojo izquierdo en plan tic, y la Navidad está a la vuelta de la esquina.

Así que un par de personas de tu círculo más cercano familiar te comentan...viene la campaña navideña.

A ti se te humedecen los ojos, en plan Candy Candy. No de la emoción, sino porque sabes qué quiere decir esa frase...intenta conseguir un trabajo lentejas. Aquel en el que tu cerebro realiza las funciones justas, aquel en el que la monotonía y el aburrimiento se dividen en partes iguales. Aquel que por el mínimo sueldo interprofesional, te dejas los pies y la espalda. Aquel que sustenta a medio país.

Y como a veces, mencionar, citar, verbalizar, es como abrir las puertas del universo, al poco tiempo de plantearte el curro lenteja te llega una notificación al mail de trabajo en...redoble de tambores...queridas y queridos...¡el mismísimo Primark!

Espera que me cuesta respirar, Marisa.

El mensaje del cosmos está claro como el agua. Pero a zambombazos.

Una, que ya sabe cómo se las gasta el destino, manda el currículum, sí. Pero como con desgana. Como floja. Como que si hay una errata no pasa nada. Como que si no me cogéis para la entrevista no es el fin del mundo.

Pero por supuesto que te pillan para la entrevista ¿Acaso lo dudaba alguien a estas alturas de mi vida? No te dan el trabajo allí mismo en la oficina porque hay un protocolo que seguir, que si no sales con la camiseta de Primark puesta y el contrato firmado con una grapa en la frente.

Así que llega el día de formación. Efectivamente, para ser dependienta de la cadena de ropa más grande de Europa (que me perdone Amancio), hay que pasar ocho inaguantables horas durante las cuales "aprendes" desde qué hacer en caso de emergencia, pasando por una clase "flash" de cómo atender en caja, hasta llegar a la conclusión de que los cutters son peligrosos.

Ea. Y ahí te las apañes.

Porque al día siguiente, no solo te lanzan al vacío, sino que no te dan ni paracaídas. ¿Qué quiere decir? A caja directamente.

Introduce tu número personal que por supuesto no te sabes aún y que llevas escrito en un minúsculo post it dentro de un sobre de plástico verde fosforito, a la vez colgado por el cuello como el cencerro de una vaca. Y aquí entras en un mundo de unicornios y arco iris. Hay más de mil opciones. Y dentro de cada opción, otras mil más. Así que, con las canillas temblando, le das al botón de "siguiente cliente". Se acerca una señora, que podía traer un set de bragas y una camiseta, pero ella viene con la bolsa más a reventar que la cinturilla de Falete. Ella se percata enseguida de tu status (la gota de sudor en la frente te delata). Y te mira como diciendo, "ya me ha tocado la nueva". Empezamos cojonudo. Descargas, como te han enseñado, tooooooooditas las prendas de la señora en el mostrador. Se forma una montaña que casi no ves la nariz a la señora. Y aquí comienza el cristo. Ponte tú a pasar prenda a prenda por el escáner y dobla que te dobla a la bolsa. A ver, que yo te doblo una camiseta, pero si me toca una batamanta me dobla ella a mí. Así que venga a pelearme con la batamanta, con sus mangas y sus pliegues, y la señora cada vez con peor cara. Por supuesto, cuando metes la batamanta en la bolsa, recordemos, de papel, la bolsa se rompe. O sea, saca otra bolsa y empieza de nuevo. La señora suspira. Tú ni respiras. Y ahora pasa cada pendiente, cada pulsera, cada calcetín bajo la atenta mirada de la señora que masca chicle como si estuviese pensando en tu cabeza.

Consigo, por fin, meter todo en tres bolsas sin que se me rompan.

"Quiero pagar la mitad en efectivo y la mitad con tarjeta", me dice ya sin mirarme si quiera.

Estupendo. Toco el timbre para que me ayude una compañera. La señora vuelve los ojos a la altura del cogote quedándose con los ojos como Belén Esteban. Vuelve a suspirar. Yo sigo sin respirar. Vuelve a mascar chicle. Yo estoy que quiero salir corriendo de ahí como un guepardo. O como una chita, porque me siento una simia. 

Mi compañera, a la velocidad de la luz, divide y vence a la máquina logrando cobrar a la señora en un tiempo récord. La señora, como es lógico se va farfullando frases incoherentes pero que sospecho tienen algo que ver conmigo. Mi compañera, muy sonriente, y como enunciando la obviedad del asunto me dice, "¿Ves?, es muy fácil".

Yo estoy más confusa que Carmen Lomana en un banco de alimentos.

Pero no solo consigo atender al siguiente cliente, sino a muchos más. Muchos, muchos, muchísimos más. Las horas se me hacen eternas. Tengo la impresión de que estoy yendo de cabeza hacia mi vejez de una forma supersónica. Y lo único que sale de mi boca son cosas como, "buenas, gracias por la espera", "¿quiere bolsa de papel o reciclable?", "¿quiere quedarse con las perchas?", "¿tarjeta o efectivo?".

¡Ah! Y que te venga siempre con el precio por el amor de dios, porque si no te toca salir del calor de tu caja, a la auténtica selva que es la tienda en busca de, por ejemplo, una vela aromática con forma de papá noel (recordemos, Navidades) rodeada de seres humanos totalmente trastornados que en cuanto te ven con la camiseta azul turquesa (y creedme, no solo la ven, la huelen), se te lanzan con doscientas mil preguntas que eres incapaz de contestar porque llevas tres malditos días y no, no sabes dónde está el jersey de cuello vuelto rojo con los puños fruncidos, señora. Por no saber, no sabes dónde está la maldita vela aromática con forma de papá noel que has salido a buscar.

También puede ser que no haya mucha gente para las cajas (no suele ser lo habitual) y te mandan a doblar. Que yo al principio hasta lo agradecí. Vas a tu bola, hablas con los compañeros, observas tranquilamente la gente que por allí pasa...los perritos que se mean en la sección 8, las parejas que discuten, el tantrum del niño y la consecuente colleja de la madre al susodicho...vamos, lo típico. Pero ay, virgen del santísimo socorro como te digan que tienes que ir a doblar a la sección 4. Ahí, se te caen los palos del sombrajo. No hay lugar más temido en Primark que los veinte metros cuadrados que ocupan las dos isletas para los pijamas de niños. Es como un agujero negro. Sabes cuando entras, pero nunca cuando sales...y cómo sales. Despeluchá, como sacada de una batalla. No solo estás rodeada de padres con sus respectivos hijos que se dedican a desordenar TODO aquello que se encuentren medianamente en su sitio. No. Es que los padres, con sus santísimos, te revuelven el género como si fuera un mercadillo de domingo. Que sí, que ya sé que no estamos en El Corte Inglés, pero es que, después de haber tocado TODOS los pijamas...TODOS...te preguntan que si tienes el pijama de los minions en edad de 3 a 4 años. Y tú les tienes que contestar amablemente, por supuesto. No faltaría más. A pesar de que lo que realmente te apetece es hacerles una llave de judo con el pijama de los minions de 3 a 4 años que tenías en la mano. Tan solo hay una "salvación" a esa jungla...que te llamen de nuevo a cajas. 

Hay compañeras que tras el turno se quedan a comprar "aprovechando" el 15% de descuento que tenemos los empleados. Queridas y queridos, cuando llega mi hora soy Speedy Gonzalez, Flash Gordon. Salgo que me sale tupé. Soy Wonder Woman, esquivando preguntas de clientes con mis antebrazos. Y no es hasta que llego a mi coche que no respiro.

"Pau, eres un poco drámatica", pensaréis. 

Lo que os cuento aquí no es ni una décima parte del infierno. Creedme. Todo el mundo debería trabajar de cara al público un mes en su vida para saber lo que es esto.

Acabé mi etapa navideña un tanto traumatizada, he de admitirlo. Tanto es así que tardé cuatro meses como cuatro soles hasta tener el valor de volver. Y cuando volví, casi me caigo de culo. Lo habían remodelado entero. Había hasta tienda de helados y sección para hacerse la manicura. Pero con lo que realmente se me cayó la mandíbula al suelo fue cuando fui a pagar mi set de cuatro bragas a tres cincuenta. Y es que habían colocado cajas de auto-servicio. No pude evitar en pensar que dentro de exactamente seis meses comenzará de nuevo la campaña navideña, y con ella las colas y las mala leche. Lo de siempre, pensaréis. 

No, queridas y queridos. Desde luego que habrá colas infernales y mala leche perpetua, pero en modo de auto-servicio. Todos esos padres con los niños encalomados a la pierna, parejas con tres bolsas llenas, señoras y señores sin ningún tipo de educación...todos teniendo que pasar sus prendas una a una, doblarlas y colocarlas en la bolsa de papel...no pude evitar una sonrisa ladeada y una risa malvada interna...

De verdad, no lo pude evitar.