Monday 11 July 2022

Melocotones y melopeas


 Queridos y queridas, ¿quién no se ha pillado un cebollón de aúpa? Yo me los he cogido a lo grande, en MAYÚSCULAS. También en minúsculas. Pero esos son más de ahora, de los que vienen con la edad. Los originales, los de las lagunas, las vomitonas, las caídas y las anécdotas son los de antes. Y de eso vamos a hablar hoy. Como lo oís. De los pedos de la Paulis. 
Tra tra.

Esto va a parecer que está patrocinado por una destilería, ya os advierto.

El primer pedo es inolvidable. Suele ir a partes iguales, por lo bien que te lo pasas y por la pedazo de resaca que tienes al día siguiente porque, queridos y queridas, una no sabe beber. Pero ni puta idea. Lo máximo que ha ingerido ha sido un poco de sidra en Nochevieja cuando tu padre te decía jacarondoso aquello de "anda, mójate los labios". Y claro, pasar de eso a un copazo hay un trecho. Una no pasa de dar unos meneítos tímidos en la pista de baile al perreo más absoluto. Corres el riesgo de romperte, la columna, el coxis y la cadera. Pues así pasa con el primer pedo. Que una no está preparada. 

Corría el año...bueno tendría unos catorce años. Salía por primera vez en Nochevieja. Acompañaba a mi prima Cristina que es un par de años mayor. Yo de los nervios ciáticos. Ella supongo que no teniendo que hacer de Super Nanny. El caso es que íbamos al club naval. Sí, queridos y queridas, como lo oís, al club naval. Ahí que nos arrejuntamos unos cuantos chiquilicuatris que nos creíamos super mayores y al llegar todos a la barra como señoras en época de rebajas, claro. Yo, que no había pedido una copa en mi vida, le pregunto a mi prima "¿Cris, qué bebo?", y ella, "yo qué sé, lo que te guste", yo insisto "pero es que no sé lo que me gusta", un tanto impaciente, ella me contesta "pues no sé, pídete un whisky cola que es lo que pide mucha gente". Así que dicho y hecho, me pido el combinado, lo pruebo y eso me sabe a rayos y centellas. ¿Que podía haber dejado la copa en la barra y haberme pedido otra cosa? Por supuesto. ¿Que lo hice? No, claro. Al contrario, sufrí como yo sola y me bebí ese mejunje mientras ponía caras de estar tragándome mi propio vómito. ¿Le encontramos lógica alguna? Ninguna. ¿Tiene algún tipo de sentido lo que viene a continuación? Menos aún. Busqué a mi prima Cris y muy seria (y un poco tocada) le pregunté, "¿qué puedo beber que no sea whisky cola?, es que no me gustó mucho". Mi prima me miró un tanto descolocada. Pero ella, muy casual me contestó, "prueba el ron cola que también lo bebe mucha gente". Queridos y queridas, allá que voy con mi segundo combinado que me sabe a callos madrileños. Y encima mezclando. Viva. Es entonces cuando conozco a Manolo. Manolo tiene diecisiete años y ha vivido en Estados Unidos, como yo. Nos ponemos, como dos buenos borrachos que somos, a hablar en inglés. Yo llevo una milonga que no me tengo en pie. Pero entre el alcohol, la música y Manolo me lo estoy pasando genial. Manolo de pronto me dice que me quiere besar. A mí, como a Drew Barrymore, nunca me habían besado. Le digo a Manolo que sí. Pero claro, con lo que no contaba es con que me metiese la lengua hasta la yugular. Mi lengua era como una babosa incontrolable. Un asco. Y fue en medio del beso que mi prima Cris apareció corriendo y me gritó "corre Paula que mis padres están aquí". Me cagué. Pensando que los tenía ahí en medio viendo cómo su sobrina babeaba a un completo desconocido, me entró el pánico y con la lengua de Manolo aún pegada al paladar le dije "Badolo que be tedgo que ir". Manolo se separó y me miró horrorizado. Entonces pensé que era porque me tenía que ir, hoy sé que es porque hablé mientras tenía aún la sinhueso en la faringe. Muy triste.

¿Al día siguiente? La muerte, directamente. Viaje en coche Cartagena-Madrid y yo con mi primera señora resaca. Quería convertirme en radial y que me dejaran ahí, de verdad. Qué puto sufrimiento. Mi padre no hacía más que preguntarme si estaba bien, si había bebido. Y yo "noooooooooooooo, es que creo que el champán con el que brindamos me ha sentado mal con el chocolate con churros". Vaya ovarios. Obviamente tuvimos que parar para que la niña potara lo más grande. Era eso o la defunción. 

Tras cogerle auténtica aberración al whisky y al ron de por vida, una encontró en el vodka y el martini sus elixires preferidos. Siempre aderezados con licor de lima, por supuesto. Un pastiche adolescente con el que te sube el azúcar de solo olerlo. Llegó además la época del mini (mini litro en Madrid, maceta en el sur, cachi en el norte). Todo aderezado con algún que otro chupito de tequila de vez en cuando. Las cogorzas eran históricas. Pero recuerdo una en particular, sobre todo porque contó con presencia materna. 

Pero no nos precipitemos, por partes.

Desde el instituto (bueno, casi desde que nací, pero eso es otra historia) he pertenecido a la mejor afición del mundo, la Demencia. ¿La cualo?, preguntaréis algunos. La afición del club de baloncesto Estudiantes. La Demencia siempre se ha caracterizado por su humor, su irreverencia y su rebeldía. También por seguir a su equipo a los confines del mundo. En esta ocasión, a Orense. Que tampoco es Mordor pero para la Paula de dieciséis años era una aventura digna de un hobbit. Los viajes no eran moco de pavo. Quedábamos a las 7 u 8 de la mañana en la puerta del instituto Ramiro de Maeztu, cuna del Estudiantes, con unos 100 litros de calimocho y nos recogían dos autobuses a una media de 80 energúmenos de entre 16 y 40 años. Como había mucho menor, casi todos alumnos del instituto, debía haber un adulto responsable por cada autocar, habitualmente un profesor relacionado con el club. En este caso, ¿quién iba en mi bus? Mi madre, profesora de inglés del instituto, directiva del Estudiantes, demente hasta la médula y querida por todos sus alumnos, que sabiamente se sentó en la primera fila. ¿Su hija? Escondida en las últimas filas poniéndose ciega de calimocho desde las nueve de la mañana. Para cuando llegamos a Orense iba bizca. Pero no hay nada que no pueda solucionar un buen bocata de chorizo y otro litro de calimocho. Al llegar al partido sigo bebiendo como si fuera un corsario, no tengo límites. Es lo que tiene la juventud. Obviamente, no puedo recordar si ganamos o perdimos, el partido es lo de menos. Y nos vamos derechos a la plaza de Orense donde, ciegos como demonios nos encontramos al grupo "Los Suaves". (Anda, mirad en Google quiénes son.) Yo le doy un tostón a Yosi, el vocalista, que lo dejo tonto. Y, de pronto, como si hubiese descubierto la plaza por primera vez (que puede ser), veo que hay una fuente en el centro. He de confesaros que me pirra cualquier elemento acuático ya sea mar, piscina o río cuando voy borracha. El agua me llama con si fuera Ariel. Así que más pedo que Alfredo, pero que muy digna, me quité mis pisamierdas (eran los 90 queridos y queridas) me metí en la fuente y empecé a dar vueltas como una imbécil bailando la muñeira, litro de calimocho en mano. Un colega, envidioso de mi diversión, y borracho como una cuba obviamente, se quitó sus vans y allá que fue a la fuente. Pero, ¡Alás!, en cuanto puso el dedo gordo en la fuente se cortó con un cristal y lo tuvieron que llevar a urgencias. Consciente de la coña que había tenido después de haber dado más vueltas que una peonza, me bajé no fuera a ser que se me acabase la suerte. Así que después de unos chupitos de tequila que, no solo sobraban, sino que no venían a cuento, nos subimos al autobús de vuelta a Madrid. ¡Ah! Pero queridos y queridas, aquell@s que no lo sepan, el camino Orense-la capital tiene más curvas que el circuito de Mónaco. Así que, ¿quién iba regurgitando lo más grande en la papelera del bus a los cinco minutos de arrancar? Una servidora. ¿Y qué escuchó en la lejanía? A su madre. "¿Quien está vomitando ahí atrás?", pregunta ella. "Nada, uno de los abuelos que está ya mayor para estos trotes", contestaron varios colegas mientras le hacían un placaje para que no pasara. 

Llegué a Madrid que parecía que me había pasado un tractor. Además apestaba a todo menos a flores silvestres, os lo aseguro. Aún así mi madre no dijo ni una palabra. No sé si porque sabía que no serviría de nada, o porque no podía de la peste que emanaba. Os pensaréis que este pedal me sirvió de aprendizaje. Y por supuesto que no.

Y es que después de pasarme los fines de semana borracha con la Demencia pasé a palabras mayores, queridos y queridas. Con 18 años me mudé a Salamanca a "estudiar". Las comillas son esenciales.

Era la época del talle bajo y la pata ancha, del "Sobreviviré" de Mónica Naranjo, de Friends, del primer Gran Hermano, las puntas para fuera, del diábolo, las chaquetas de cuero tres cuartos y los tintes de espuma de tres lavados. Vamos la puta prehistoria. 

Era un finde cualquiera. Bueno, puede que fuese especial, incluso el cumpleaños de alguien, a saber. Pero a estas alturas yo no me acuerdo de nada. Demasiado que recuerdo esta anécdota. El caso, que la Paulis se bebió hasta el agua de los floreros. Entre el "quinito" y que una va a unas velocidades ultrasónicas pimplando, para cuando me quise levantar iba haciendo más eses que Massiel. A esas alturas todos los antros estaban más atestados que la feria de Sevilla. Eso era un infierno y la Paulis tenía que orinar. Bueno, orinar no era la palabra. No había nadie en este mundo que se orinase tanto como yo, queridos y queridas. Así que, conocedora total del terreno, me subí la cuesta de la calle San Justo, meadero oficial de Salamanca. Éxtasis es lo que yo sentí mientras evacuaba. Bien, pero todo lo que sube baja, así que, cuando me dispuse a descender, queridos y queridas, eso era la pendiente más inclinada del universo. Literalmente cuesta abajo y sin frenos. La Paulis intenta frenar, se va para la izquierda y se da con un coche aparcado, trata de recular, se va completamente para la derecha y se choca con otro coche aparcado, prueba a compensar de nuevo, se gira hacia la izquierda chocándose, efectivamente, con otro coche aparcado. Después de dar tumbos como una albóndiga ante la atenta mirada de varios impertérritos viandantes (supongo que igual de cocidos que yo), harta de darme de hostias con todos los automóviles de la ciudad charra, decidí doblar mis rodillas y caer al suelo directamente. Era la única forma de parar el auténtico slalom que estaba experimentando. Un tío con rastas, litro de calimocho en mano, se acercó y con una sonrisa de medio lado me dijo, "vaya viaje te acabas de pegar, ¿eh?". 

No le faltaba razón. Pero no sería el último viaje de la noche. 

Una vez recuperada mi verticalidad, mis amigos y yo nos dispusimos a entrar en el bar "Potemkin". Una caverna repleta de, básicamente, media Salamanca. No cabía un alfiler. ¿Qué hacemos, irnos? Por supuesto que no. Nos vamos al fondo de todo que seguro hay un poco de hueco. ¿Había hueco? Pues claro que no. ¿Decidimos, pues, marcharnos? Insisto, no. Hacemos lo más lógico, pedirnos un copazo. Juventud, divino tesoro. Me meten a mí allí ahora y me disuelvo como un redoxon en agua. 

Una vez encajados como piezas de un tetris "bailamos" moviendo las cabezas de lado a lado porque básicamente es lo único que podemos zarandear. Entro en un trance. Cómo no, llevo una curda de campeonato. Cierro los ojos y me dejo llevar por la música. Suena una de Dover, es lo único que recuerdo. Eso y que soy totalmente feliz. Cuando abro los ojos frente a mí no están mis amigos. Bueno por no estar no está ni la columna en la que estaba apoyada. Me asomo y de pronto descubro que estoy en la esquina opuesta al local. Miro a los desconocidos que tengo de pronto frente a mí y les saludo. "No sé cómo he llegado aquí", les digo. "Vaya tajada, ¿no?", me contesta uno. "Ya ves", asiento. De pronto suenan los Cranberries. Vuelvo a cerrar los ojos  y me dejo llevar por la marabunta copa en mano, que no sé ni cómo sigue intacta. Tras un buen rato - lo sé porque ha sonado Blur y Mago de Oz - abro los ojos y....abracadabra, estoy de nuevo encajada con mis amigos. "¿Dónde has estado?", me preguntan. "Buena pregunta", contesto flipada. 

Me diréis que es imposible. Que me lo he inventado. Que tengo demasiada imaginación. Puede ser...nunca lo sabremos...

Se me quedan tantas historias en el tintero...como cuando Noelia y yo perdimos a mi hermana Alex porque se negaba a llevar gafas e iba como un topo, la de veces que Miguel y yo cantamos Marea a voz en grito, cuando Xavi me quiso llevar en un carrito metálico y casi me mato, cuando la Carmen y yo nos poníamos ciegas de aperol spritz y planeábamos una serie de nuestras vidas...

Y es que, queridos y queridas, una noche (o un día), una copa (o varias), unos amigos, una charla, pueden convertirse en una locura, una anécdota, un recuerdo, una aventura, en definitiva, en magia... 



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