Monday 25 July 2022

versión original


 Queridas y queridos, muchos no sabréis que durante cuatro años, como cuatro soles trabajé en los cines Princesa de Madrid. Comencé como palomitera, pasé a taquillera, luego a acomodadora y llegué a ser proyeccionista. Pero de las de antes, de las de vienen ocho rollos de película, hay que empalmarlos y luego pasar la película por todos los rodillos del proyector. Cada uno con su recorrido particular. Cada uno con su personalidad. Y siempre chequeando foco, los "lazos" y los platos. Un arte ya, por desgracia, muerto. 

Total que, como siempre, me embarro.

Que ese cine me enseñó muchas cosas. Entré por un par de meses. En plan trabajo de verano, y casi me tienen que quitar de ahí con agua caliente.

Lo que una aprende bien rápido es que el ser humano es, en esencia, básico. Se rige por instintos primitivos. Y eso no hace más que provocarle cometer incluso locuras. No piensa. Si quiere algo, y otro algo se interpone en su camino, sacará su faceta más animal. Mejor os lo cuento, ¿no?

El primer paso fue el palomitero. Había gente que le gustaba, yo no lo soportaba. Para empezar porque había que limpiar la olla de las palomitas todos los días y yo soy alérgica a cualquier quehacer manual. Pesaba un quintal, los productos que usábamos te dejaban sin fosas nasales y acababas sin espalda. Y si solo fuera eso. La venta de palomitas era más tenso que cagar sin pestillo. El cliente tiene su entrada sí. Pero ahora necesita su sustento y bebida y, por supuesto, lo deja para el último momento. No quiere que empiece la película y se haya quedado sin nada que llevarse al gaznate, no, quiere hincarlas el diente con el primer tráiler a ser posible. ¿Y eso que te supone? Pues malas caras, prisas, tensión, impaciencia y mucha, mucha, mucha mala leche. Solo hay una cosa que puede distender el ambiente, que los reyes de España (en ese momento príncipes de Asturias) estén en la cola con la plebe. Yo, que no me entero de nada porque voy siempre como una mecha, de pronto, grito "siguiente", ¿y a quién me encuentro? A la Leti, ella muy sonriente, y a Felipe detrás, sonriente también. "Un menú pequeño por favor". Sonrío y logro reaccionar. Son humanos, a fin de cuentas, pero impresiona. Me doy cuenta que todo el mundo está mirando. Ellos como si oyen llover. Les sirvo las dos bebidas y las palomitas pequeñas. Me dan el dinero, les doy el cambio y se van. Y como por arte de magia desaparece el hechizo, de nuevo la histeria, los nervios, las malas caras y las borderías. Qué ganas tenía de ser taquillera...

Y en taquillera me convertí.

Primera sesión. Taquilla. No numerada. Las taquilleras vamos vendiendo las entradas como churros. Hay una cola de escándalo. De pronto....Pim! Pam! Pum! Salen chispas de detrás nuestro, donde está el panel eléctrico. Todas, al unísono gritamos. Comienza a salir humo. El encargado, más relajado, nos indica que vayamos saliendo de la taquilla de una en una. Cuando llega mi turno, una señora me agarra la mano por debajo de la ventanilla. "¿Y va a haber película?", me pregunta. "No lo sé señora, para empezar tendré que salir de aquí", le contesto intentando zafarme. "Pues yo quiero que me devuelvas la entrada si no va haber película", insiste. "¡Señora, que tengo que salir de aquí!", le digo ya asustada porque empieza a haber un poco de fuego en el panel a mi espalda. Salgo tosiendo. Y de pronto veo que toda la fila de gente que estaba pidiendo una entrada nos está martilleando a preguntas a pesar de que han sido testigos directos de los chispazos y que están viendo cómo nuestro encargado está, extintor en mano, intentando apagar el fuego. Pero ellos nada. "¿Y entonces qué hacemos, nos quedamos o nos vamos?" "¿Habrá segunda sesión por lo menos?" "¿Y si ya he pagado la entrada?" (esa es, por supuesto, mi señora). Por fin, llega nuestro encargado pega dos voces que los deja a todos firmes y les explica que primero vamos a airear la taquilla, vamos a cerciorarnos que es segura y que luego ya veremos si todo funciona. 

Al final todo funcionó a las mil maravillas y la gente pudo ir a sus queridas películas pero ahí, en quince minutos de nada, se vio de qué pasta está hecha el ser humano...

Pero de esta pasta más y mejor más adelante.

De taquillera pasé a acomodadora. Cobraba más o menos lo mismo y trabajaba mucho menos. Pero todo era más cuerpo a cuerpo. Y tanto...

Un día estábamos acomodando una sala pequeña que estaba completa. Nos llega un matrimonio y al darnos las entradas nos damos cuenta que son de la sesión anterior, o sea, que no pueden pasar porque no tienen asiento. La señora, indignada. "Yo quiero entrar", nos dice. "Ya señora, pero es que está todo completo", le explicamos. "Pues me cojo una silla de estas de aquí fuera y me pongo en pasillo que no molesto a nadie", insiste ella. "Señora, eso va en contra de las normas y del protocolo. Las salidas tienen que estar despejadas por si hay una emergencia". "Que yo no me pierdo la película, hombre", y la señora se coge la silla y hace amago de entrar en el cine. La paramos, pero la tipa tiene fuerza. Por primera vez, habla el marido, "Carmen, venga no seas cabezota". ¡Madre mía! ¿Cabezota?¡ Esta señora es una mula! "Es que yo no tengo la culpa de que la taquillera se haya equivocado con la hora", ella requeteinsiste. "Bueno, pues suba y que le devuelva el dinero", le contestamos. Y aquí viene el momentazo. "Pero es que yo no quiero que me devuelva el dinero, ¿quién me devuelve a mí mi tarde, eh? ¿quién me devuelve a mí mi tarde?"

A eso no le supimos contestar...

Tras un par de años de acomodadora, comencé a compaginarlo con la proyección de películas de vez en cuando. 

Y en la historia que os voy a contar, queridas y queridos, vuelven las masas...pero a lo grande.

Última sesión. Sala de proyección. El encargado me manda poner las películas restantes. ¿Entre ellas? No Country for Old Men (No es país para viejos), que la estrenábamos ese mismo día. No estaba en una, sino en dos salas. Como ya he mencionado, éramos de la vieja escuela, proyector, celuloide, platos, etc. Para ponerla en dos salas pasábamos la misma película por dos proyectores y la única diferencia de una sala a otra eran unos segundos de retardo. Yo, obviamente no la había puesto en todo el día. Así que arranco la película y comienzan los trailers. Chequeo el foco en los dos proyectores y están fetén. Reviso platos, mirilla, sonido, etc., y todo va como un reloj. Ahora solo hay que esperar a que acabe. Me siento en una silla y cojo una revista.

De pronto, entra un acomodador. "¡Paula!¡Qué no se ven los subtítulos!" ¿Cómo? Corro como si me persiguiera el diablo a la ventanilla y, efectivamente, ni un subtítulo. ¿Pero qué...? ¡Coño el objetivo! ¡Que lo tenía que cambiar! Estaba puesto como para ver los tráilers, y lo tenía que poner en Cinemascope. Vaya desastre. Miro el reloj. No han podido pasar más de cinco minutos y sé que los primeros tres no hay ni una palabra. Salgo al hall. Silencio. Suspiro aliviada. Me dura poco. Sale una señora. "Oye, que no se veían los subtítulos", me dice muy enfadada. "Sí lo sé, disculpe las molestias, ya está todo arreglado, por favor vuelva a su sitio", intento defenderme poniendo un parche como puedo. "Pues rebobínalo", me dice muy seria. "No señora, no se puede rebobinar", le digo intentando no reírme sabiendo que es imposible. Antes de que la señora me pueda replicar algo más, sale una pareja de la misma sala y, lo que es peor, cuatro personas de la otra sala...la cosa se está complicando. Todos mirándome a mí, "¿Qué ha pasado? No se veían lo subtítulos. La queremos ver desde el principio.". Cada vez me agobio más, "Pero es que no se puede", me defiendo. "Pero es que son los Cohen", espeta uno muy digno, que acaba de llegar junto con otros tres. Cuento por encima y debo tener unos treinta en el hall, y cada vez van saliendo más. La masa. La jauría. No puedo casi respirar. Le digo a uno de los acomodadores que vaya a por el encargado. "Por favor tranquilícense", les digo a ellos aunque en realidad me lo digo a mí misma. "Es que o nos la pones desde el principio o yo me voy de sala en sala gritando. Vamos, es que si yo no veo la peli, ni dios ve la suya", amenaza un hombre con los ojos desencajados. "Hombre, tampoco hace falta, digo yo", opino un tanto asustada. "Es que son los Cohen", repite el mismo. "Que la rebobinen", insiste la señora. De pronto, el hombre de la amenaza se dirige a una de las salas adyacentes, abre la puerta y se pone a gritar. Le observamos, estupefactos. Solo uno de los acomodadores logra reaccionar y sacarle a la fuerza mientras cierra la puerta. "¿Pero qué está haciendo? ¿Está loco?", le pregunta. "¡Si yo no veo los Cohen, nadie ve su película!".

Antes de que llegue la sangre al río, aparece el encargado y se queda azul del percal en el que me hallo rodeada. Corre hacia la sala de proyección y apaga la película. Sale e informa a todos que va a poner la película desde el principio pero que tendrán que esperar unos minutos. La señora se me acerca con cara altiva y me suelta "¿con que no se rebobinaba, eh?". Me dan ganas de darla un tortazo. Si supiera lo que tenemos que hacer para poner la película desde el principio....

Digamos que es como un rollo de serpentina que hay que coger con muchísimo cuidado del plato porque si te descuidas sale volando y eso son miles de metros de película en el suelo que para volver a enrollar es muy pero que muy chungo. Luego hay que coger ese rollo e introducirlo en el otro rollo que está en plato. No se queda perfecto pero al menos puedes poner la película. Como no queda del todo correcto, tiene más probabilidades de que pegue un tirón y se rompa, así que el encargado me puso una silla delante del plato y me dijo "te quedas aquí sentada mirando que no le pase nada hasta que acabe la película". Dos horas de reloj por dos minutos de diálogo.

Al acabar la película fui a las salas a ayudar a los acomodadores por si acaso tenían algún problema. Nada. Después del circo, el gentío se había apaciguado. Creo recordar que no hubo ninguna reclamación, pero tampoco ninguna disculpa ante semejante espectáculo.

El ser humano cuando quiere, desea, necesita algo, le da igual quién se le ponga por delante. Somos rudimentarios, egoístas, nos movemos en masa. Cuando nos aprietan las tuercas es cuándo sacamos nuestros peores instintos. 

Los que te saludan, te dan los buenos días, te dan las gracias, te sonríen, te preguntan qué tal estas. Esos son la excepción a la regla. Creedme.

Queridas y queridos, sed la excepción a la regla por favor. Siempre.


Monday 18 July 2022

Mr. Bean y yo


 Queridos y queridas, es curioso, en ocasiones el personaje se come al actor, literalmente. Les pasó a Josema y Millán con Martes y Trece, a José Mota y Juan Muñoz con Cruz y Raya y a otro sin fin de cómicos. Las mujeres cómicas como Lina Morgan o Gracita Morales se libraron, pero en el drama fue otro cantar. Rita Hayworth con Gilda, Romy Schneider con Sissí, o Jennifer Grey con Dirty Dancing apenas pudieron salir de sus caracteres. Casi les conocemos más por su personaje que por su nombre real. Y es lo que ocurre en esta ocasión con Rowan Atkinson. ¿Quién?, preguntaréis algunos. "Mr. Bean", diré yo. "Aaaaaaaaaaah", contestaréis. 

Total, que me embarro, como siempre.

Corría el verano de 2017 cuando me ofrecieron ser tercera ayudante de dirección para la película "Johnny English: de nuevo en acción" con un Rowan Atkinson que hacía de, efectivamente, Johnny English, un super agente inteligente (?) pero que, entre vosotros y una servidora, era otra versión de Mr. Bean without el osito. La verdad es que me lo pensé. Había otros proyectos de superhéroes merodeando que eran tentadores. Pero al final tener la oportunidad de trabajar con un primer ayudante de dirección nuevo y rodar en Francia (Cannes y Niza) me convencieron. 

Así que lo primero que tocaba eran unas pruebas con los especialistas en unas pistas para ensayar con el Austin Martin vintage de Rowan. Como lo oís. El bueno de Mr. Bean tenía un cochazo que rondaba los 400.000 euracos. El automóvil de los años 70 iba a ser uno de los protagonistas de la película así que había que probarlo con el actor. El mismísimo Rowan se presentó a su hora como buen británico, se bajó de un pedazo Range Rover más grande que mi casa, y entonces flipé. Frente a mí estaba el tío más serio, con más cara de aburrido y deprimido que había visto en mi vida. A ver, que no es que esperase que saliese del coche haciendo mimo, pero me chocó que era totalmente opuesto a su personaje. De hecho me dio un mal rollito de cojones. No miraba a los ojos, susurraba más que hablaba y ni dio las gracias al finalizar el día. 

Llamadme especialita, pero seas quien seas, con formas. Digo. 

Desde el principio hubo algo que no me cuadró.

Comenzamos a rodar y desde el inicio estuvo clarinete quién era el jefe ahí. El director y los productores desde luego que no. Era Mr. Bean. Si había que hacer veinte tomas se hacían veinte. El rey del mambo era él y los demás bailábamos al son del genio de la comedia, que para eso era su gepeto en el cartel de la peli. 

La apoteosis fue nuestro primer día en Cannes. Estábamos en la playa rodando una escena donde Johnny English está básicamente teniendo un sueño húmedo. Tiene que correr hacia la actriz, Olga Kurylenko (ex chica Bond, las escoge del montón, él), y retozarse como una albóndiga en la arena. El caso es que yo ya no sé cuántas tomas llevamos, mínimo quince. Pero el sol se nos estaba yendo y nos quedaba la de san quintín por rodar. Rowan está pensativo junto a los monitores. El director le comunica que vamos a pasar al siguiente plano. Rowan no lo ve claro, se lleva la mano a la sien y mira al infinito. Los de vídeo comienzan a recoger los monitores frente a él. Los de localizaciones, la carpa que le protege y la silla donde aposenta su pompis. El actor sigue en su misma posición, como incapaz de comprender que, efectivamente, el plano anterior finalizó. Yo le observo, a una distancia prudente. Porque le conozco. Se queda empanado como un cachopo y no hay quien le saque. Veo que farfulla algo. Me acerco. "Can we do another one?" ("¿Podemos hacer otra?"), me pregunta sin mirarme y sin saber siquiera quién soy, of course. "We've already moved on I'm afraid." ("Ya hemos pasado al siguiente plano, me temo"), contesto. "Right, right" ("Claro, claro"), afirma. Pero no se mueve. Sigue en su mundo Mr. Beaniano sin, aparentemente, ningún atisbo de mover un solo músculo. Hago lo que en la vida pensé que haría, le pido a uno de los auxiliares de dirección una silla y un paraguas (lorenzo pega fuerte), se lo ofrezco a Rowan, él se sienta, coge el paraguas y se queda meditando sobre lo que no fue y nunca será. Incapaz de seguir adelante, mirando al mar. Así se quedó, como un poste, hasta que le llamamos para el siguiente plano.

Pero lo mejor, lo más de lo más era su desdoblamiento de personalidad. En mi vida he visto cosa igual. 

Me explico.

Obviamente los actores son actores porque cuando se dice "acción" entran en un universo paralelo. Viajan a un mundo en el que el resto de los mortales no estamos invitados. La gracia como espectadora en un rodaje es cómo entran y salen. Hay algunos que son más naturales, otros más forzados, y luego está Rowan. En mi vida vi cosa igual. 

Es decir, el director gritaba "acción" y todo era gestualidad, pantomima, exageración, ojos que se salían de las órbitas, sonrisas, muecas, fisicalidad, movimiento, gags....una cosa como esta:


Sin embargo, era decir "corten", y en una milésima de segundo era esto otro:


Literal.

Entiendo que los actores no son sus personajes, como Rowan no es Johnny English ni Mr. Bean, pero tiene que haber un término medio, jesús bendito. No puede uno pasar de descoyuntarse la cadera por tres sitios, a cortarse las venas. Bueno, por poder puede porque lo hace, pero no creo que sea muy sano.

Pienso de veras que su personaje se lo ha comido con patatas y guarnición de verduras. Todos nos creemos que nos vamos a encontrar con un ser encantador y en su lugar descubrimos una persona excesivamente formal, una tanto misántropo, que se niega a hacerse fotos con cualquiera de sus fans (verídico) y que apenas sonríe. 

Puede que la risa sea sinónimo de trabajo, tenga un peaje y ya no nos la quiera regalar gratis. O que sufra del síndrome del payaso deprimido, ese que al quitarse el maquillaje no puede afrontar la cruda realidad. Eso sí, montado en un Austin Martin, que tampoco está mal.

A saber...

Y esta, queridos y queridas, es la historia de Mr. Bean y yo.


Monday 11 July 2022

Melocotones y melopeas


 Queridos y queridas, ¿quién no se ha pillado un cebollón de aúpa? Yo me los he cogido a lo grande, en MAYÚSCULAS. También en minúsculas. Pero esos son más de ahora, de los que vienen con la edad. Los originales, los de las lagunas, las vomitonas, las caídas y las anécdotas son los de antes. Y de eso vamos a hablar hoy. Como lo oís. De los pedos de la Paulis. 
Tra tra.

Esto va a parecer que está patrocinado por una destilería, ya os advierto.

El primer pedo es inolvidable. Suele ir a partes iguales, por lo bien que te lo pasas y por la pedazo de resaca que tienes al día siguiente porque, queridos y queridas, una no sabe beber. Pero ni puta idea. Lo máximo que ha ingerido ha sido un poco de sidra en Nochevieja cuando tu padre te decía jacarondoso aquello de "anda, mójate los labios". Y claro, pasar de eso a un copazo hay un trecho. Una no pasa de dar unos meneítos tímidos en la pista de baile al perreo más absoluto. Corres el riesgo de romperte, la columna, el coxis y la cadera. Pues así pasa con el primer pedo. Que una no está preparada. 

Corría el año...bueno tendría unos catorce años. Salía por primera vez en Nochevieja. Acompañaba a mi prima Cristina que es un par de años mayor. Yo de los nervios ciáticos. Ella supongo que no teniendo que hacer de Super Nanny. El caso es que íbamos al club naval. Sí, queridos y queridas, como lo oís, al club naval. Ahí que nos arrejuntamos unos cuantos chiquilicuatris que nos creíamos super mayores y al llegar todos a la barra como señoras en época de rebajas, claro. Yo, que no había pedido una copa en mi vida, le pregunto a mi prima "¿Cris, qué bebo?", y ella, "yo qué sé, lo que te guste", yo insisto "pero es que no sé lo que me gusta", un tanto impaciente, ella me contesta "pues no sé, pídete un whisky cola que es lo que pide mucha gente". Así que dicho y hecho, me pido el combinado, lo pruebo y eso me sabe a rayos y centellas. ¿Que podía haber dejado la copa en la barra y haberme pedido otra cosa? Por supuesto. ¿Que lo hice? No, claro. Al contrario, sufrí como yo sola y me bebí ese mejunje mientras ponía caras de estar tragándome mi propio vómito. ¿Le encontramos lógica alguna? Ninguna. ¿Tiene algún tipo de sentido lo que viene a continuación? Menos aún. Busqué a mi prima Cris y muy seria (y un poco tocada) le pregunté, "¿qué puedo beber que no sea whisky cola?, es que no me gustó mucho". Mi prima me miró un tanto descolocada. Pero ella, muy casual me contestó, "prueba el ron cola que también lo bebe mucha gente". Queridos y queridas, allá que voy con mi segundo combinado que me sabe a callos madrileños. Y encima mezclando. Viva. Es entonces cuando conozco a Manolo. Manolo tiene diecisiete años y ha vivido en Estados Unidos, como yo. Nos ponemos, como dos buenos borrachos que somos, a hablar en inglés. Yo llevo una milonga que no me tengo en pie. Pero entre el alcohol, la música y Manolo me lo estoy pasando genial. Manolo de pronto me dice que me quiere besar. A mí, como a Drew Barrymore, nunca me habían besado. Le digo a Manolo que sí. Pero claro, con lo que no contaba es con que me metiese la lengua hasta la yugular. Mi lengua era como una babosa incontrolable. Un asco. Y fue en medio del beso que mi prima Cris apareció corriendo y me gritó "corre Paula que mis padres están aquí". Me cagué. Pensando que los tenía ahí en medio viendo cómo su sobrina babeaba a un completo desconocido, me entró el pánico y con la lengua de Manolo aún pegada al paladar le dije "Badolo que be tedgo que ir". Manolo se separó y me miró horrorizado. Entonces pensé que era porque me tenía que ir, hoy sé que es porque hablé mientras tenía aún la sinhueso en la faringe. Muy triste.

¿Al día siguiente? La muerte, directamente. Viaje en coche Cartagena-Madrid y yo con mi primera señora resaca. Quería convertirme en radial y que me dejaran ahí, de verdad. Qué puto sufrimiento. Mi padre no hacía más que preguntarme si estaba bien, si había bebido. Y yo "noooooooooooooo, es que creo que el champán con el que brindamos me ha sentado mal con el chocolate con churros". Vaya ovarios. Obviamente tuvimos que parar para que la niña potara lo más grande. Era eso o la defunción. 

Tras cogerle auténtica aberración al whisky y al ron de por vida, una encontró en el vodka y el martini sus elixires preferidos. Siempre aderezados con licor de lima, por supuesto. Un pastiche adolescente con el que te sube el azúcar de solo olerlo. Llegó además la época del mini (mini litro en Madrid, maceta en el sur, cachi en el norte). Todo aderezado con algún que otro chupito de tequila de vez en cuando. Las cogorzas eran históricas. Pero recuerdo una en particular, sobre todo porque contó con presencia materna. 

Pero no nos precipitemos, por partes.

Desde el instituto (bueno, casi desde que nací, pero eso es otra historia) he pertenecido a la mejor afición del mundo, la Demencia. ¿La cualo?, preguntaréis algunos. La afición del club de baloncesto Estudiantes. La Demencia siempre se ha caracterizado por su humor, su irreverencia y su rebeldía. También por seguir a su equipo a los confines del mundo. En esta ocasión, a Orense. Que tampoco es Mordor pero para la Paula de dieciséis años era una aventura digna de un hobbit. Los viajes no eran moco de pavo. Quedábamos a las 7 u 8 de la mañana en la puerta del instituto Ramiro de Maeztu, cuna del Estudiantes, con unos 100 litros de calimocho y nos recogían dos autobuses a una media de 80 energúmenos de entre 16 y 40 años. Como había mucho menor, casi todos alumnos del instituto, debía haber un adulto responsable por cada autocar, habitualmente un profesor relacionado con el club. En este caso, ¿quién iba en mi bus? Mi madre, profesora de inglés del instituto, directiva del Estudiantes, demente hasta la médula y querida por todos sus alumnos, que sabiamente se sentó en la primera fila. ¿Su hija? Escondida en las últimas filas poniéndose ciega de calimocho desde las nueve de la mañana. Para cuando llegamos a Orense iba bizca. Pero no hay nada que no pueda solucionar un buen bocata de chorizo y otro litro de calimocho. Al llegar al partido sigo bebiendo como si fuera un corsario, no tengo límites. Es lo que tiene la juventud. Obviamente, no puedo recordar si ganamos o perdimos, el partido es lo de menos. Y nos vamos derechos a la plaza de Orense donde, ciegos como demonios nos encontramos al grupo "Los Suaves". (Anda, mirad en Google quiénes son.) Yo le doy un tostón a Yosi, el vocalista, que lo dejo tonto. Y, de pronto, como si hubiese descubierto la plaza por primera vez (que puede ser), veo que hay una fuente en el centro. He de confesaros que me pirra cualquier elemento acuático ya sea mar, piscina o río cuando voy borracha. El agua me llama con si fuera Ariel. Así que más pedo que Alfredo, pero que muy digna, me quité mis pisamierdas (eran los 90 queridos y queridas) me metí en la fuente y empecé a dar vueltas como una imbécil bailando la muñeira, litro de calimocho en mano. Un colega, envidioso de mi diversión, y borracho como una cuba obviamente, se quitó sus vans y allá que fue a la fuente. Pero, ¡Alás!, en cuanto puso el dedo gordo en la fuente se cortó con un cristal y lo tuvieron que llevar a urgencias. Consciente de la coña que había tenido después de haber dado más vueltas que una peonza, me bajé no fuera a ser que se me acabase la suerte. Así que después de unos chupitos de tequila que, no solo sobraban, sino que no venían a cuento, nos subimos al autobús de vuelta a Madrid. ¡Ah! Pero queridos y queridas, aquell@s que no lo sepan, el camino Orense-la capital tiene más curvas que el circuito de Mónaco. Así que, ¿quién iba regurgitando lo más grande en la papelera del bus a los cinco minutos de arrancar? Una servidora. ¿Y qué escuchó en la lejanía? A su madre. "¿Quien está vomitando ahí atrás?", pregunta ella. "Nada, uno de los abuelos que está ya mayor para estos trotes", contestaron varios colegas mientras le hacían un placaje para que no pasara. 

Llegué a Madrid que parecía que me había pasado un tractor. Además apestaba a todo menos a flores silvestres, os lo aseguro. Aún así mi madre no dijo ni una palabra. No sé si porque sabía que no serviría de nada, o porque no podía de la peste que emanaba. Os pensaréis que este pedal me sirvió de aprendizaje. Y por supuesto que no.

Y es que después de pasarme los fines de semana borracha con la Demencia pasé a palabras mayores, queridos y queridas. Con 18 años me mudé a Salamanca a "estudiar". Las comillas son esenciales.

Era la época del talle bajo y la pata ancha, del "Sobreviviré" de Mónica Naranjo, de Friends, del primer Gran Hermano, las puntas para fuera, del diábolo, las chaquetas de cuero tres cuartos y los tintes de espuma de tres lavados. Vamos la puta prehistoria. 

Era un finde cualquiera. Bueno, puede que fuese especial, incluso el cumpleaños de alguien, a saber. Pero a estas alturas yo no me acuerdo de nada. Demasiado que recuerdo esta anécdota. El caso, que la Paulis se bebió hasta el agua de los floreros. Entre el "quinito" y que una va a unas velocidades ultrasónicas pimplando, para cuando me quise levantar iba haciendo más eses que Massiel. A esas alturas todos los antros estaban más atestados que la feria de Sevilla. Eso era un infierno y la Paulis tenía que orinar. Bueno, orinar no era la palabra. No había nadie en este mundo que se orinase tanto como yo, queridos y queridas. Así que, conocedora total del terreno, me subí la cuesta de la calle San Justo, meadero oficial de Salamanca. Éxtasis es lo que yo sentí mientras evacuaba. Bien, pero todo lo que sube baja, así que, cuando me dispuse a descender, queridos y queridas, eso era la pendiente más inclinada del universo. Literalmente cuesta abajo y sin frenos. La Paulis intenta frenar, se va para la izquierda y se da con un coche aparcado, trata de recular, se va completamente para la derecha y se choca con otro coche aparcado, prueba a compensar de nuevo, se gira hacia la izquierda chocándose, efectivamente, con otro coche aparcado. Después de dar tumbos como una albóndiga ante la atenta mirada de varios impertérritos viandantes (supongo que igual de cocidos que yo), harta de darme de hostias con todos los automóviles de la ciudad charra, decidí doblar mis rodillas y caer al suelo directamente. Era la única forma de parar el auténtico slalom que estaba experimentando. Un tío con rastas, litro de calimocho en mano, se acercó y con una sonrisa de medio lado me dijo, "vaya viaje te acabas de pegar, ¿eh?". 

No le faltaba razón. Pero no sería el último viaje de la noche. 

Una vez recuperada mi verticalidad, mis amigos y yo nos dispusimos a entrar en el bar "Potemkin". Una caverna repleta de, básicamente, media Salamanca. No cabía un alfiler. ¿Qué hacemos, irnos? Por supuesto que no. Nos vamos al fondo de todo que seguro hay un poco de hueco. ¿Había hueco? Pues claro que no. ¿Decidimos, pues, marcharnos? Insisto, no. Hacemos lo más lógico, pedirnos un copazo. Juventud, divino tesoro. Me meten a mí allí ahora y me disuelvo como un redoxon en agua. 

Una vez encajados como piezas de un tetris "bailamos" moviendo las cabezas de lado a lado porque básicamente es lo único que podemos zarandear. Entro en un trance. Cómo no, llevo una curda de campeonato. Cierro los ojos y me dejo llevar por la música. Suena una de Dover, es lo único que recuerdo. Eso y que soy totalmente feliz. Cuando abro los ojos frente a mí no están mis amigos. Bueno por no estar no está ni la columna en la que estaba apoyada. Me asomo y de pronto descubro que estoy en la esquina opuesta al local. Miro a los desconocidos que tengo de pronto frente a mí y les saludo. "No sé cómo he llegado aquí", les digo. "Vaya tajada, ¿no?", me contesta uno. "Ya ves", asiento. De pronto suenan los Cranberries. Vuelvo a cerrar los ojos  y me dejo llevar por la marabunta copa en mano, que no sé ni cómo sigue intacta. Tras un buen rato - lo sé porque ha sonado Blur y Mago de Oz - abro los ojos y....abracadabra, estoy de nuevo encajada con mis amigos. "¿Dónde has estado?", me preguntan. "Buena pregunta", contesto flipada. 

Me diréis que es imposible. Que me lo he inventado. Que tengo demasiada imaginación. Puede ser...nunca lo sabremos...

Se me quedan tantas historias en el tintero...como cuando Noelia y yo perdimos a mi hermana Alex porque se negaba a llevar gafas e iba como un topo, la de veces que Miguel y yo cantamos Marea a voz en grito, cuando Xavi me quiso llevar en un carrito metálico y casi me mato, cuando la Carmen y yo nos poníamos ciegas de aperol spritz y planeábamos una serie de nuestras vidas...

Y es que, queridos y queridas, una noche (o un día), una copa (o varias), unos amigos, una charla, pueden convertirse en una locura, una anécdota, un recuerdo, una aventura, en definitiva, en magia... 



Monday 4 July 2022

Helena Bonham Carter y yo


 Queridas y queridos, corría el año 2014, cuando una servidora se adentró, por fin, en el maravilloso mundo del cine - mi pasión. Fueron seis años como seis soles llenos de curros de mierda y currículums mandados a gógó en Londres.  Un día un ayudante de dirección me dijo, "¿estás libre mañana?, a lo que yo contesté, "llevo libre años". Él se rió, pero yo lo decía totalmente en serio. Esa llamada me llevó a mis tres primeros días de trabajo. Ese trabajo a mi primera película, y esa primera película a la segunda. No era otra que "Alicia a través del espejo". Os sonará por una pequeña anécdota con Johnny Depp...

Sin embargo, y a pesar de dicha anécdota, yo no trataba directamente con los actores, ellos tenían sus propios asistentes personales. Yo me encargaba más de los cafés para mis jefes, las órdenes de rodaje, las sillas para los productores, directores y actores, y cualquier cosa que pudiese surgir en el set. 

Helena Bonham Carter, la gran Helena Bonham Carter, tenía a Shakir. Shakir seguía a Helena a todos lados. Era como una auténtica polilla. Shakir tenía que ir a todos lados con una cesta de mimbre de picnic llenas de las cosas que a Helena le gustaba tener a mano. Y cuando digo cosas me refiero a absolutamente de todo. Era como una tienda de chino andante. Agua, una coca cola light con pajita, chicles, caramelos de menta, golosinas, barras energéticas, sandwiches, spray hidroalcohólico, kleenex...la cesta pesaba un quintal. Donde estaba Helena estaba Shakir con la cesta. Eran uno, inseparables e indivisibles.

Menos cuando Helena actuaba claro. Aunque Helena nunca dejaba de actuar, no del todo. Una vez que le ponían su vestuario y su maquillaje de Reina de Corazones y entraba en el set ya no era Helena, era su majestad. Su lenguaje corporal cambiaba, cómo se dirigía al equipo y al resto de los actores...era alucinante de ver.

Y eso es lo que hacía yo, ver y escuchar. Nada de hablar e interactuar con ella.

Hasta aquel día. 

Shepperton Studios, Londres. Llegué al set como cualquier otro día. Estaban ensayando una escena. No parecía tener mucho misterio pero sí un poco de coreografía. Los personajes de Anne Hathaway y Sacha Baron Cohen (me tenía que pellizcar de verdad) mantenían un diálogo y en un momento dado Helena Bohnam Carter (otro pellizco) recorría un largo pasillo y entraba en escena en una frase determinada. Para que esto sucediese de forma coordinada, alguien tenía que darle una señal a Helena..."¿Y a quién ponemos para dar la señal?", pregunta el director. El primer ayudante de dirección mira a Helena y justamente detrás de ella, ¿quién se encuentra detrás sujetando la cesta porque casualmente Shakir se ha tenido que ir al baño? "Paula". Trago saliva. "Vale". Shakir vuelve con la lengua fuera, "¿todo bien?", pregunta. "Amazing", contesto que me va a dar un parraque.

Así es cómo va a funcionar. Helena se pone al principio del pasillo, yo detrás de ella, y cuando sea su momento, me avisan por radio, yo le digo "ahora, Helena" y ella comienza a andar diciendo sus frases.

Sencillo, ¿no?

Pues no había manera. No sabemos por qué pero no le salen las frases. Se traba, se confunde, no se gusta.

Yo sigo con mis "ahora, Helena" perpetuos hasta que me digan lo contrario. "Pero...", comienzo a elucubrar conmigo misma. "Y si...", se me ocurre la locura. No nos engañemos, LA gilipollez. "¿Y si ayuda?", me auto convenzo. "No, no, es imposible, es una bobería", me corrijo mentalmente. "¿Qué tienes que perder?", insisto. "¿Mi trabajo? ¿Mi cabeza? ¿No es, al fin y al cabo, la Reina de Corazones?". "No seas cagada Paulis, al toro", remato. Pues ala, al lío. 

Nos preparamos. Me dan la señal. Trago saliva. Miro a Helena, ella me mira. Y lo suelto. "Now, Your Majesty" ("Ahora, Su Majestad") . Por un momento Helena no sabe cómo reaccionar, son décimas de segundo. Me veo en la puta calle. Esta tía me va a mandar a la mierda. Para mi sorpresa, me sonríe y se marcha. La toma es buena, pero en la lejanía oigo que quiere otra más. Espero su vuelta con las piernas temblando como un cervatillo. "¿Cómo te llamabas?", me pregunta a su llegada. "Paula, Your Majesty", le contesto. Vuelve a sonreír. "Gracias". 

A partir de entonces, no solo todas mis señales fueron seguidas de un "Your Majesty" o "Your Highness" para darle otro rollo, sino cada vez que nos veíamos dentro o fuera del set. Ella se reía y con la tontería empezamos a hablar. Sabía un poco de español (su madre era de descendencia española) y había vivido en Salamanca, donde yo había estudiado. Enseguida las bromas estuvieron a la orden del día. Yo no me lo podía creer.

Pero todo principio tiene un fin. Y llegó su último día de rodaje. 

Oí por mi radio que se estaba despidiendo de la gente y no quise ser una más de las que dan el peñazo. Así que me puse a recoger, como si fuera un día más. 

Pero de pronto...

"Paula, ¿dónde estás?", me preguntan por radio. "Recogiendo", contesto. "Vente para la salida que Helena está esperándote para despedirse".

Que me desmayo.

Corrí hacia la salida rápida como un chinche, emocionada. Y allí estaba ella, vestida de reina, esperándome. "Muchas gracias por todo, Paula". "A usted, Su Majestad", le digo mientras hago una reverencia. Nos reímos. Nos abrazamos.

Al llegar al trailer de dirección me encontré una botella de champán con una nota de Helena escrita en español dándome las gracias de nuevo por todo.

Firmado "Su Excelentísima Majestad", por supuesto.

Y esta, queridas y queridos, es la historia de Helena de Bonham Carter y yo.